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El lunes pasado, después de hundir el botón send en mi teléfono, me di cuenta de que había enviado el mensaje a la persona equivocada.
Me apresuré a escribirle: “No leas lo que acabo de mandarte; era privado y para otra persona”. Tal vez no haya una forma más segura de lograr el efecto contrario. Respuesta: “Ya lo leí”. Y ahí empezó un calvario de explicaciones, perdones de rodillas, promesas solemnes de no volverlo a hacer, y todo eso que viene con la culpa de haber hecho algo indebido.
Esta semana he visto con horror las fotos de los niños muertos en Palestina por los cohetes, las balas o los tanques de Israel. La muerte de civiles en las guerras siempre nos indigna, y la muerte de niños nos conmueve y nos enfurece doblemente. Hasta ahora los muertos palestinos han sido 270, muchos de ellos niños entre los dos y los 14 años. Vino después el misil que derribó el avión de Malaysia Airlines (el segundo de este año). Casi el mismo número de víctimas de Palestina en un instante, 298, entre ellos varios niños de distintas nacionalidades. Como las dos situaciones son de guerra, las partes en conflicto señalan con furia, y no sin razón, a Israel y a los posibles culpables del derribo del avión: los rebeldes prorrusos en Ucrania, con el apoyo de Putin. Obama señala que entre las víctimas del avión hay “niños y bebés que nada tienen que ver con esta crisis”. Fidel Castro hace lo propio con los niños palestinos. Para pintar al enemigo, todos hablamos de los niños que mata, pues estos son el paradigma de la inocencia y ayudan a la indignación.
Va ahora, entre paréntesis, una historia contada por el psicólogo Daniel Kahneman (premio Nobel de economía 2002), de cuando él tenía 7 años, hacia 1940, en una París ocupada por los nazis. Los niños judíos como él tenían que usar la estrella de David amarilla en el pecho, y respetar el toque de queda a las 6 de la tarde. Él se distrajo jugando con un niño cristiano y al darse cuenta de lo tarde que era se puso el suéter al revés y salió corriendo para la casa. En el camino se encontró con un soldado alemán de uniforme negro, el más temible. El soldado lo llamó con la mano y el niño, temblando, tuvo que acercarse. El SS lo cargó, lo abrazó, le mostró la billetera con la foto de un niño, le dijo algo en alemán, y le regaló plata. “Volví a mi casa —comenta Kahneman— más seguro que nunca de que mi madre tenía razón: la gente es terriblemente complicada e interesante”.
Con todo esto no quiero disculpar a Israel, ni a los botones que hayan sido apretados para lanzar misiles que mataron niños, o que derribaron aviones con niños, ni tampoco a las SS que llevaron a la hoguera sin piedad a cientos de miles de niños. Lo que sí quiero decir es que muchas veces, casi siempre, les atribuimos a nuestros enemigos una maldad innata total, asquerosa e imperdonable. Los tratamos como si ellos, efectivamente, se pasaran la vida hundiendo botones de cohetes o misiles, o apretando gatillos —intencionalmente— para matar niños.
Estoy seguro de que casi nadie, ni siquiera en las guerras, ni siquiera en las balas perdidas de los sicarios infames de Colombia, ni siquiera en las filas de los paramilitares o de la guerrilla, tiene el gusto macabro y enfermo de asesinar niños. Los israelíes son responsables de iniciar una invasión que deja civiles y niños muertos, sin duda, pero no va con el propósito de matar niños. Los rebeldes prorrusos de Ucrania son responsables, probablemente, de haber derribado un avión lleno de pasajeros, pero es posible que no le hayan apuntado a ese avión civil, y menos a los niños. Todos alguna vez hemos hundido el botón equivocado, aunque el riesgo de ofender no sea comparable con el riesgo de matar. Declarar que el enemigo (israelí, palestino, ucraniano) es un asesino de niños, es buena propaganda negra. Pero casi nunca es verdad. Los seres humanos podemos ser malos, pero no tanto. Y aunque la falta de intención no disminuye el dolor ni el horror, sí reduce la ira.
