DURANTE LOS ÚLTIMOS SETENTA años del siglo pasado México fue gobernado por monarcas temporales de un mismo partido, el PRI. El presidente era un rey omnipotente que tenía el monopolio de las decisiones.
Al final de su período le quedaba un poder más: designar a dedo su sucesor, de entre los ministros, senadores, gobernadores y demás funcionarios del gobierno. Durante algunos meses había un “tapado” —un candidato designado in péctore— y todos analizaban las sonrisas del presidente, sus repelencias o simpatías, sus palabras y silencios, como quien interpreta un oráculo.
Todos los posibles tapados que esperaban ser escogidos como candidato por el monarca, se mordían los labios y no sacaban la lengua para hablar sino para lamber. A la expectativa, halagaban con mil melosidades las infinitas virtudes del rey moribundo. Al fin un día el presidente sacaba un dedo (el dedazo) y decía quién era el ungido para sucederlo. Hasta Zedillo, el ungido ganaba siempre.
Algo parecido está ocurriendo en Colombia en esta dudosa agonía de nuestro rey por ocho años. Todos miran sus manos para intentar descubrir con cuál dedo señalará al sucesor. Si levanta muy tieso el último dedo de la derecha para tomarse un tinto a caballo, el clon imperfecto, el ministrico Arias, se ilumina de inmenso y piensa que el señalado es él, con el meñique.
Si se le escapa una vulgar mamola con el dedo del medio, a Noemí se le esponja el miriñaque, pues para quién, si no para ella, puede ser levantado el dedo del corazón. Si juguetea con la argolla matrimonial en el inútil dedo anular, el Ministro de Defensa interpreta su gesto como un signo marcial que anuncia su designación. Piensa orgulloso que al fin le reconocen que él se craneó el gambito para dar el Jaque que tiene a Íngrid en el Vaticano.
Si se levanta de mal genio, como suele suceder, y saca el dedo índice para acusar y regañar, el bilioso y malgeniado Vargas Lleras se convence de que está aludiendo a él, pero no se da cuenta de que, al señalar con el índice, el Presidente apunta no uno sino tres dedos sobre sí mismo.
Falta sólo el pulgar, que algunos creen que —como los emperadores romanos— Uribe lo usará para perdonarle la vida al Ministro del Interior, indicando hacia el cielo, o para hacerlo caer en desgracia y hundirlo en los infiernos si el movimiento del pulgar señala la tierra. Pero se equivocan, porque el César el pulgar lo usará solamente (al ver la insoportable mediocridad y falta de carisma de todos los tapados posibles del uribismo) para meterlo bien apretado entre el índice y el corazón, y luego enseñar la punta al auditorio, haciendo ese gesto de repulsa al mundo entero, que en buen antioqueño se llama pistola.
Ésa es la tragedia del uribismo. Designe a quien designe Uribe, el ungido se quedará con los crespos hechos. No estamos en México y aquí el dedazo nunca le ha funcionado al Presidente. Fracasó en Medellín cuando señaló a Lupe, en Bogotá con Lozano y Peñalosa, y sabe que ninguno de sus obsecuentes seguidores (que ya tienen listo el puñal marranero para cuando los designen) tendrá la fuerza para quedarse con el premio de la seguridad democrática. Si Uribe no se señala a sí mismo, el uribismo pierde. Por eso no se decide a hacerse a un lado, y por las noches piensa —pese a su mujer— que le va a tocar formar un moño con sus cinco dedos juntos, para darse con ellos golpes en el huesito que le mantiene tapado el corazón: el esternón.