Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Siempre me han intrigado los motivos por los cuales los colombianos son grandes ciclistas.
Las respuestas pueden ser muchas: porque vivimos en un país montañoso que permite entrenar en las cuestas; porque la altitud sube el hematocrito y cuantos más glóbulos rojos, más oxígeno en los músculos; porque hay una tradición de Vueltas Colombia desde 1951; porque el éxito de los ciclistas de hace 20 años en Europa hizo soñar a los niños de entonces con triunfos posteriores...
Todos estos motivos me parecen válidos, pero creo que hay otro mucho más simple e importante: porque el único espacio verdaderamente público en este país son las carreteras. Casi todo lo otro es privado, y está cercado, cerrado, prohibido e inaccesible para los ciudadanos. Eso hace que el único deporte que se pueda practicar libremente, y sin tener que pagar por el espacio (las canchas de tenis, de básquet, las piscinas, las pistas, son cerradas y casi siempre de pago), sea el ciclismo. De hecho el otro deporte en que nos destacamos, el patinaje, también se entrena en la calle.
Perdonen que en un artículo para celebrar a los grandes ciclistas colombianos que probablemente se hayan llevado los más grandes premios en el Giro de Italia, meta algo de política, pero es que las bicicletas tienen mucho que ver con la política pública. Hubo dos claras burlas uribistas en esta campaña: la burla porque Santos se cayó de una bicicleta, y la burla porque Peñalosa insistía siempre en sus buenas propuestas sobre las ciclorrutas y el estímulo al transporte en dos ruedas. Los que siempre van en 4x4 negras y blindadas en general detestan a los bicicleteros: para ellos no son ciudadanos, sino un estorbo a su paso arrogante. Los triunfos de Nairo y de Urán son una especie de desquite. Némesis, llamaban los antiguos a estas cosas.
Ahora una digresión: estoy viviendo en Berlín por segunda vez en mi vida. Y tanto esta vez, como la anterior, lo primero que hice al llegar fue comprarme una bicicleta. Esta ciudad, que cuenta con el mejor servicio de transporte público del mundo, añade a sus buses, metros, tranvías y trenes, ciclovías que pasan por todas las avenidas, parques y rincones de la ciudad. Cuando no llueve, no hay aquí transporte mejor que ir en bicicleta: se llega más rápido, se hace ejercicio, no se contamina, se respira aire limpio y se ven de cerca las bellezas de la ciudad. Si yo fuera alcalde de La Ceja o de Urrao o de Cómbita, haría ciclorrutas hacia las localidades más cercanas a mi población (Rionegro, Betulia, Arcabuco), como una prioridad absoluta de mi gobierno. Es más, en honor de Nairo Quintana y de Rigoberto Urán, el Gobierno Nacional tendría que encargarse de hacer esas ciclovías, por los sitios donde los niños Nairo y Rigo entrenaron y se hicieron grandes, contra viento y marea.
Hay un hermoso texto de Julio Cortázar, una especie de divertimento poético que se llama Vietato introdurre biciclette, y es una admonición contra aquellos que desprecian a las humildes bicicletas, las suaves e inofensivas bicicletas. El final dice así: “¡Cuidado, gerentes! También las rosas son ingenuas y dulces, pero quizá sepáis que en una guerra de dos rosas murieron príncipes que eran como rayos negros, cegados por pétalos de sangre. No ocurra que las bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas, que las astas de sus manubrios crezcan y embistan, que acorazadas de furor arremetan en legión contra los cristales de las compañías de seguros y que el día luctuoso se cierre con baja general de acciones, con luto en veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta”.
Acabo de ver la etapa del viernes del Giro, la cronoescalada. Esos jóvenes de origen humilde de Colombia (primero y tercero), hijos, como todos nosotros, de la violencia, nos demuestran algo importante: que pese a todas las adversidades, no somos un pueblo inferior a ningún otro. Que también nosotros podemos aspirar a cosas grandes y superar la violencia, como todos los pueblos de la Tierra.
