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El fin de un cuento de hadas

Héctor Abad Faciolince

31 de diciembre de 2022 - 12:00 a. m.

Tal vez sea verdad aquello de que muchas personas no se habrían enamorado nunca si no hubieran leído novelas de amor. La novela romántica del siglo XIX sería inimaginable sin el adulterio y su gran explosión tiene una fecha precisa: el 1° de octubre de 1856, cuando La Revue de Paris empezó a publicar por entregas la gran novela de Flaubert, Madame Bovary. Así como Alonso Quijano se enloquece leyendo novelas de caballería, Emma Bovary empieza a soñar con una vida distinta a su aburrida rutina provinciana leyendo las novelas de Walter Scott. Poco a poco, los demás países europeos tendrían a sus propias heroínas adúlteras e inolvidables: Lev Tolstói empieza a publicar, también por entregas, su Ana Karénina, hacia 1875; Clarín publica los dos tomos de La regenta en 1884 y 1885. En Italia la novela del XIX tiene una forma distinta, el melodrama, que de algún modo anticipa, con el bel canto, la novela romántica. Dos ejemplos canónicos: Lucía de Lammermoor de Donizetti (1835) y La traviata de Verdi, estrenada en 1853.

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Es posible que casi todo el mundo (nuestras abuelas, nuestros padres, usted y yo) haya sucumbido a una misma pandemia, a una misma ilusión contagiada por las novelas de adulterio y de amor. La crisis del matrimonio como institución (incluso, si quieren, como sacramento) empieza con el auge de la novela romántica, con el cuento de hadas del matrimonio por amor. Tolstói, en un relato magnífico, La sonata a Kreutzer, denuncia el delirio del matrimonio por amor. La genial novelista danesa Karen Blixen denunció también esta misma confusión en un pequeño ensayo, El matrimonio moderno, del que yo mismo me he ocupado en un librito reciente, Ah, el amor.

¿A qué viene todo esto? Obviamente a la última noticia revelada por la muy frívola revista ¡Hola! y por la mismísima “reina de corazones”, la exmodelo y plurienamorada Isabel Preysler. Dice la revista: “Cuando alguien encuentra el amor, espera que dure toda la vida. Que no se deteriore la convivencia, que no se pierdan la ilusión y la esperanza. Desafortunadamente, no ha sido así en el caso de Isabel (Preysler) y Mario (Vargas Llosa). Su historia de amor ha terminado”. Según la misma revista la ruptura se debió a un par de “escenas de celos infundados”. Según el diario El País, que va un poco más allá de los celos, la explicación está en un cuento reciente del mismo Vargas Llosa: “Fue un enamoramiento violento y pasajero, una de esas locuras que revientan una vida. Por hacer lo que hice, mi vida se reventó y ya nunca más fui feliz (…). Fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón. De esa pichula que ya no me sirve para nada, salvo para hacer pipí”.

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Quizá a nadie le deba tanto como escritor Mario Vargas Llosa como a Gustave Flaubert. De él aprendió la disciplina constante, la corrección infinita de cada frase hasta intentar el anhelo inalcanzable de la perfección. Escribió un libro sobre él, La orgía perpetua, y sin duda conoce al dedillo los peligros que encierra el bovarismo, es decir, el delirio que nace de la monotonía de la vida conyugal y la ilusión de alejarse del matrimonio como institución (el matrimonio burgués, el tradicional, el provinciano y familiar, tan familiar que incluso se arregla entre primos o parientes no muy lejanos) para probar, así sea a los 80 años, el amor-pasión. Hasta el más disciplinado y sólido cadete pudo caer en un amor de bragueta con la exesposa del más romanticón de los cantantes españoles del siglo pasado, Julio Iglesias. Aquí conviene oír la canción que Iglesias le dedicó a Preysler, Lo mejor de tu vida. No tiene desperdicio.

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“Las familias felices se parecen todas. Las infelices lo son cada una a su manera”, nos explicó Tolstói al principio de Ana Karénina, su gran novela de adulterio y amor-pasión. El gran Lev Tolstói terminó su vida huyendo de su esposa, Sofía, harto de todo, a principios del invierno ruso de 1910. Empezaban a caer las primeras nevadas y el escritor contrajo una neumonía. Morirá a los 11 días de su última fuga en la estación de Astápovo, a los 82 años. Más de un siglo después un gran escritor peruano huye de la mansión llena de baños donde ha sido más infeliz que nunca. Su última fuga ocurre al principio del invierno español, a sus 86 años. Esperemos que no muera de neumonía y alcance a escribir la historia de Isabelita y el escribidor. La literatura siempre ha sido su única salvación.

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