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Así como llevaban sus gallos a las galleras y se desgañitaban por ellos entre sangre, espuelazos, fajos de billetes, trampas y aguardiente; así como sacaban sus toros de casta en las corridas, a verlos berrear bajo la pica para después sangrar y cornear a los toreros tristes; así mismo los mafiosos sacaban sus jugadores a la cancha y poco a poco se fueron apoderando no del juego, pero sí del negocio del fútbol en Colombia.
A los futbolistas, como a sus gallos y a sus becerros, los iban cebando con dádivas. Los jugadores, agradecidos, incluso ya pasadas las épocas de gloria, hacían peregrinaciones a la cárcel de la Catedral, a rendir pleitesía a sus antiguos benefactores.
Para hablar solamente de los equipos y de los mafiosos más señalados, en la supuesta época de oro del fútbol colombiano (clasificábamos al Mundial), Pablo Escobar ejercía su dominio sobre los equipos de Medellín —el Nacional por la mejor nómina y el DIM por sus afectos—, directamente o a través de parientes o prestanombres. Al mismo tiempo los capos Rodríguez Orejuela, sin siquiera la precaución de un testaferro, eran los amos y señores del América de Cali. Escritores y periodistas del Valle les escribían loas en verso y en prosa a los Diablos Rojos. Para no quedarse atrás, también el Cartel del Altiplano tenía su equipo y el mágico Rodríguez Gacha dominaba el legendario club de los Millonarios.
El fútbol colombiano era, en efecto, de millonarios; de millonarios de la coca. Uso el tiempo imperfecto (era) más por precaución que por certeza de que las cosas hayan cambiado completamente. El pasado es uno de los chalecos antibalas que usamos los comentaristas para hablar del presente. Esos mafiosos notables y otros menos notorios se apoderaron del fútbol colombiano; de los equipos y de su dirigencia. Y el silencio o la complacencia de los periodistas, de las autoridades, de los futbolistas o de los árbitros, se conseguía por dos caminos de larga tradición: el soborno o el miedo.
Si los torneos de los caballeros medievales o los juegos de pelota entre los antiguos mexicanos eran un sustituto ritual de la guerra, también los mafiosos colombianos peleaban (además de su guerra real por las rutas de la cocaína) una batalla virtual por medio de sus equipos de fútbol. También los traquetos de mediopelo controlaban equipos de provincia. Se hacían grandes apuestas (como en las galleras), se arreglaban marcadores en los camerinos, se pedía el auxilio de árbitros complacientes y de jugadores con demasiados hijos. Y los que se opusieran “marcaban calavera”; muchas muertes hubo, hasta la última, la más dolorosa, y el final de aquella era: la de Andrés Escobar.
Pero no todo era orgullo mafioso. Había un lado práctico. No soy un experto en lavado de activos, pero si le vendo a un equipo europeo un buen volante de contención —digamos— por un millón de dólares, al equipo europeo no le molestará asentar entre sus gastos diez millones (y nueve no se entregan sino que se reparten bajo cuerda entre sus accionistas). Al mismo tiempo, aquí, se lavan nueve millones de dólares de la coca, y se invierten legalmente en acciones o bonos del tesoro.
De aquellos polvos blancos vienen estos lodos. Los dirigentes, los entrenadores, los traficantes de jugadores (que hacen meter a la Selección a sus pupilos, no porque sean los mejores, sino para valorizarlos en el mercado exterior), son los mismos que se acostumbraron a aquel fútbol mafioso. No digo que los dirigentes sean traficantes; digo que siguen con las prácticas oscuras y sórdidas de los mafiosos. En todo se les nota. Hasta en el hecho ridículo y truculento de que el torneo de fútbol colombiano tenga dos campeones al año, que es más o menos como si hubiera dos reinados, dos Navidades, dos días de la Madre. Nuestro campeonato premia más el azar que la disciplina y la consistencia. Puro marketing tonto. O se acaba el fútbol mafioso o no renacerá el fútbol colombiano.
