Son muchas las lacras que se nos pueden achacar a los países latinoamericanos, esos que suben desde el estrecho de Magallanes hasta el río Bravo, que bajan por las islas de las Antillas y se extienden del Atlántico al Pacífico, y hablan, casi todos, en lenguas romances: nuestros dictadores estrambóticos; nuestras interminables guerras civiles; nuestra informalidad e incumplimiento; el caos de nuestras ciudades mal planeadas y mal diseñadas; la crueldad sanguinaria de nuestros hampones y mafiosos; la corrupción política; las horripilantes desigualdades entre los pocos que lo acaparan casi todo y las multitudes que no tienen casi nada...
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Podría llenar el periódico entero con otros defectos nuestros, sí, pero al menos hay uno que no tenemos, y que, desde antes de la Primera Guerra Mundial, es un ejemplo para el mundo entero: nuestra virtuosa tradición secular de no invadirnos ni hacernos la guerra entre nosotros. Hay, por supuesto, unas cuantas excepciones, una de ellas la más cruel y la otra la más ridícula. La más espantosa y sangrienta fue la Guerra de la Triple Alianza, desatada hace siglo y medio –entre 1864 y 1870–, cuando Brasil, Argentina y Uruguay se unieron contra Paraguay, que perdió el 90 % de su población masculina adulta y al menos la mitad de la población total, que quedó reducida prácticamente a niños y mujeres. Paraguay, en esa guerra nefasta, perdió además unos 300 mil km2 de territorio.
La más risible fue la que Kapuściński, el gran cronista polaco, bautizó como “la guerra del fútbol”, que duró cuatro días en 1969, peleada con aviones de segunda mano heredados de la II Guerra Mundial, y peleada entre Honduras y El Salvador después de que este último país le ganara al primero el partido de clasificación para la Copa Mundo de México del año 70. Campesinos salvadoreños que vivían en Honduras haciendo trabajos serviles se atrevieron a celebrar con excesivo entusiasmo el triunfo de los futbolistas de su país, lo que hizo que sus patrones hondureños se ensañaran violentamente con ellos, y la trifulca entre hinchas terminó en guerra entre ejércitos. Detrás de esta breve guerra, por supuesto, había resentimientos y motivos más hondos y viejos, pero la anécdota futbolística no deja de ser verdadera.
Sin embargo, dejando de lado lo anterior y unas cuantas escaramuzas más –la de Colombia y Perú en la Amazonia fue otro ejemplo que dejó un puñado de muertos–, lo que mal llamamos América del Sur (pues buena parte de su territorio está en el hemisferio norte) ha sido casi inmune a esa peste asiática, europea, africana, norteamericana de hacerse la guerra e invadirse sin cesar, muchas veces de un modo genocida, los unos a los otros.
Colombia, Venezuela, Uruguay, Argentina no tienen miedo de que el más poderoso, extenso y habitado país de Suramérica, Brasil, organice una invasión para apoderarse de parte de sus territorios. Tampoco los brasileños temen una múltiple alianza de sus vecinos para apoderarse de las tierras que algún día delimitaron los reyes o los papas de Europa. Panamá no teme que Colombia organice una gran armada para recuperar lo que alguna vez fue suyo y nos fue desmembrado por obra y gracia de angloamericanos.
Este pacifismo no se debe al alzar, a una caprichosa sabiduría de los gobernantes ni a una secreta dádiva divina. Detrás de este comportamiento ejemplar están muchos juristas de nuestros países que desde hace más de un siglo han ayudado a establecer reglas del derecho internacional que defienden la soberanía de las naciones, por grandes o pequeñas que estas sean, y la integridad de sus fronteras contra los apetitos depredadores de los más grandes y fuertes.
Es por lo anterior, quizá, que hoy volvemos a ser espectadores y no protagonistas de una posible invasión de Estados Unidos a Venezuela. Ni siquiera en los años de dos presidentes que se odiaban y vigilaban recíprocamente, Uribe y Chávez, estuvimos jamás al borde de que “las hermanas repúblicas” entraran en guerra. Lula y Milei simpatizan muy poco, y lo propio puede decirse se Milei y Boric, pero no hay ni la más remota señal de que se vayan a hacer la guerra. La última guerra argentina fue con el Reino Unido, no con ningún país latinoamericano.
Así pues que, aun con toda la antipatía que despierta el gobierno corrupto, fraudulento y despiadado de Maduro, los países vecinos no se meten a deshacer el entuerto. Si los gringos lo quieren hacer, allá ellos.