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Escribir una novela suele ser un esfuerzo de varios años. Durante ese tiempo uno vive, come, sueña, respira con los personajes que está evocando en la mente y tratando de plasmar en la escritura. El libro se convierte en una obsesión cotidiana, de noche y de día: lo que uno ve, lo que le cuentan, lo que lee, lo que come, lo que toca, todo de algún modo se filtra por el cedazo de la historia, y si algún dato de la experiencia tiene alguna relación con lo que se está escribiendo, ahí va a dar, en la novela. Por eso mismo es tan difícil terminar un libro; uno queda con la inercia de seguir pensando en lo mismo, involuntariamente, y vive con ganas de añadir algo, de quitar una cosa, de corregir otra. Un día al fin una editora te dice: “¡Ni una palabra más!”, y uno se ve obligado a abandonar la criatura a su destino. Pero la mente sigue pensando en lo mismo a toda hora, como cuando estamos enamorados y nos dejan, pero todo cuanto vemos nos evoca a la persona que amamos.
Para liberarme de una novela que acabo de terminar he encontrado un mecanismo que me va curando poco a poco de la obsesión: traducir un libro ajeno. Exactamente el mismo día que le entregué a mi editorial, Alfaguara, la versión definitiva de Salvo mi corazón, todo está bien, como ya me conozco, empecé a traducir una novela de Rebecca Goldstein, The Mind-Body Problem, El problema mente-cuerpo. Traducir, especialmente cuando hay que hacerlo de una lengua tan distinta al español como el inglés, requiere un gran esfuerzo intelectual. Es un reto, pero también un juego, una forma muy amena de alejarse del mundo real e incluso del propio mundo mental, para pasarse a vivir, casi, en una mente ajena. Si uno está cansado de A, cansarse con B es un descanso.
En la novela de Goldstein, de algún modo, la narradora mujer, Renee (tocaya de Descartes), parece representar el cuerpo, y su nuevo marido, Noam Himmel (Himmel es cielo en alemán y en yidish), un genio de las matemáticas, pareciera ser tan solo inteligencia abstracta, pura mente. Naturalmente Himmel tiene un cuerpo y come y bebe y hace el amor, pero estas funciones corporales las acomete de un modo tan ausente que es de verdad como si el personaje fuera mente, nada más que mente. Su tema son los “números supernaturales”, que son tan abstractos que muy pocas mentes en el mundo los consiguen entender. Nunca he podido saber si las matemáticas pertenecen al mundo de la mente o al mundo de la materia. Para Platón un objeto geométrico (digamos un círculo), cuando se lo traza en el mundo material, así sea con el compás más preciso, es solo una aproximación a su forma perfecta, que solo existe en el mundo de las ideas. ¿Dónde existen los infinitos decimales del número pi? Sin embargo es posible que nuestro cerebro se haya interesado en entender el círculo porque nuestros sentidos perciben muchas veces formas circulares en el mundo material. El Homo sapiens es un animal muy visual y de ahí su obsesión por la geometría. Quizá.
Traduciendo la novela de Goldstein, a mi pesar, a veces me he sentido obligado a pensar otra vez en el protagonista de mi novela, Luis Córdoba, que es un sacerdote católico no dualista. La separación de alma y cuerpo, para él, no tenía sentido, y en esto se apartaba bastante de la tradición católica (muy hija de las pestes, del dolor, del olor y la putrefacción del cuerpo), tan propensa a percibir el mundo material como una porquería y a mortificarlo y a intentar trascenderlo a través de la salvación del alma inmortal. El cura monista de mi novela está lejos del dualista Descartes y más en la línea de Spinoza, para quien “el alma y el cuerpo son una sola y misma cosa” y aquellos “que dicen que tal acción del cuerpo proviene del alma, por tener esta imperio sobre el cuerpo, no saben lo que dicen”. Para concluir: “Así pues, quienes creen que hablan, o callan, o hacen cualquier cosa por libre decisión del alma sueñan con los ojos abiertos”.
