La constitución vigente en Colombia fue promulgada hace 33 años, el 4 de julio del año 1991. El Artículo 11 de esta Constitución decía y sigue diciendo lo siguiente: “El derecho a la vida es inviolable”. Por esto mismo puede decirse que cada vez que aquí matan a una persona la Constitución se está incumpliendo. En los meses siguientes a la promulgación de la nueva Constitución, entre julio y diciembre de 1991, hubo en Medellín, solo en Medellín, 2.985 homicidios. Ese mismo año, 91, el total de homicidios en Medellín fueron 7.164. ¿Se estaba cumpliendo la Constitución o se la estaba violando? Lo segundo es lo cierto, como es evidente. ¿Se la derogó y se convocó al “poder constituyente” (sea eso lo que sea) para que cambiara la Constitución de modo que otra nueva, con palabras quizá más perentorias, sí se cumpliera? No. ¿Por qué no? Porque cualquier persona sensata sabe que no basta con cambiar las palabras para que la realidad cambie. La Constitución no es un espejo sino un desiderátum, una aspiración. Señala a qué aspira un Estado, cuáles son sus ideales, a qué deben comprometerse los gobiernos y los ciudadanos.
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Después de 33 años uno debería mirar qué está pasando con cada derecho proclamado en la Constitución (vida, salud, etc.). Siguiendo con el mismo ejemplo del derecho a la vida, podemos ver lo siguiente: en junio del 91 hubo en Medellín 597 homicidios (en mayo habían sido 650). En el mismo mes de este año, junio de 2024, 33 años después, hubo en Medellín 17 homicidios. ¿Quiere esto decir que estamos viviendo en el país ideal que la Constitución nos invita a crear? No. Cuando se dice que el derecho a la vida es inviolable, quiere decir que no se puede violar ni una vez, y solo en Medellín este derecho fundamental se violó 17 veces el mes pasado (y en mayo 19 veces y en marzo 35 veces). Pero al menos en este aspecto, y en la segunda ciudad del país, ¿nos estamos acercando o alejando del ideal cero planteado por la Constitución? La respuesta es obvia.
El jefe del gobierno de un país (por ejemplo el derechista Rishi Sunak, que acaba de dejar el gobierno de Gran Bretaña, o el nuevo primer ministro, el izquierdista Keir Starmer, que acaba de posesionarse) deben representar la unidad de la nación y el respeto por las decisiones de la mayoría. Dijo Sunak, al dejar el cargo: “Ante todo le digo a mi país que lo siento. Lo di todo de mí en mi cargo, pero el pueblo ha dado una clara señal de que el gobierno del Reino Unido debe cambiar y el juicio de ustedes es el único que importa”. Dijo Starmer, al posesionarse, después del triunfo arrasador de su partido, el laborista: “Ya sea que ustedes hayan votado por los laboristas o no –de hecho, especialmente si no lo hicieron– les digo directamente: mi gobierno está para servirles”. Starmer no cree que haya un pueblo constituyente (el que votó por él) y otra parte del pueblo que no cuenta (los que no votaron por él). Tanto Sunak antes, como Starmer ahora, intentan gobernar por el bien común y con discursos ponderados y serios.
Aquí, quizá bajo el influjo de los populistas Trump y Milei, se gobierna con una retórica incendiaria y polarizadora, con ataques a las mejores periodistas y a los magistrados de las altas cortes, con desprecio por toda opinión contraria, y no en discursos ponderados y bien articulados, sino en galimatías totalmente incomprensibles por la red social X, del ultraderechista Elon Musk. Cuando uno se esfuerza (después de corregir mentalmente la ortografía, la gramática, el léxico y hasta la sindéresis) por entender lo que el presidente quiere decir, lo único que puede concluir es que, según él, la Constitución del 91 no se está cumpliendo y por lo tanto hay que cambiarla. La Constitución no hay que cambiarla, señor presidente, porque las palabras no cambian la realidad. Nuestra Constitución del 91 es buena y hay que tratar de aplicarla. No gobierne para dividirnos con proclamas oscuras, presidente, gobierne para aplicarla.