Si algo ha hecho de Medellín una de las ciudades menos invivibles de Colombia (la única que al mismo tiempo cuenta con metro, bicicletas públicas, tranvía, metrocables, colegios y bibliotecas de calidad y, ojo, con la empresa de servicios públicos más eficiente y próspera de Suramérica) es una coexistencia responsable entre el sector público y la empresa privada antioqueña. Si Medellín se levantó de sus peores años de violencia y desolación fue gracias a que las grandes empresas privadas no se dejaron comprar por la mafia del narcotráfico, ni tampoco se quisieron apoderar del gran negocio que, para muchos, son los servicios públicos. Pero las grandes empresas privadas decidieron apoyar nuestra gran empresa pública con un compromiso: que esta tampoco fuera el botín (privado) del alcalde de turno.
Para esto se inventaron un mecanismo de control que, hasta ahora, había funcionado: la Junta Directiva estaba integrada por personas de la academia y de la empresa privada local con conocimientos técnicos y profesionales de los servicios domiciliarios, de las finanzas, de la contratación transparente. Y el alcalde de la ciudad (Medellín es la dueña de EPM) se comprometía a nombrar también a un gerente que, por encima de todo, tuviera grandes aptitudes empresariales y humanas. Que le interesara el bien público, y, al mismo tiempo, la salud financiera de la gran empresa.
El secreto del éxito de EPM, entonces, era muy simple: la cooperación, la convivencia pacífica y no parasitaria entre el sector público y la empresa privada. Ni los empresarios fueron enemigos de la empresa de servicios —la que nos suministra eficientemente nada menos que agua abundante y potable, electricidad sin cortes, telefonía fija y móvil, televisión, internet—, ni esta gran compañía propiedad del municipio la podía manejar el alcalde como si fuera su finca.
Si el gran proyecto de Hidroituango, una megaobra de generación de energía limpia, hubiera salido bien, este matrimonio estaría ahora en perfecta armonía. Ya se estarían recogiendo los primeros dividendos de un esfuerzo multimillonario en lo técnico, lo financiero, lo humano. Lo que menos quería EPM, o los empresarios de Antioquia, o los alcaldes de turno, o los ciudadanos, era que Hidroituango presentara las enormes fallas que presentó. ¿Y a qué se debieron esas fallas? No fue por ahorrar cemento o hierro, y favorecer a algún cacao, como dicen los paranoicos. No fue porque calcularan mal la resistencia de la roca. No fue porque asignaran a dedo el constructor, el diseñador o el interventor. Fue porque a veces en la vida se conjugan factores externos (una creciente enorme del río, por lluvias torrenciales) con un riesgo que se corrió (a sabiendas y aprobado por EPM, su gerente, sus técnicos y su junta) no para acelerar, sino para que no hubiera más retrasos en la entrega de la obra, lo cual generaría multas multimillonarias. Sí, las cosas fallaron por una conjugación de factores externos y ambición de terminar a tiempo.
Hidroituango no se hizo para sepultar a las víctimas de los paramilitares que bajaban flotando por el río Cauca, como dicen los delirantes; tampoco se hizo para violar al sagrado río Bredunco, como dicen los ecologistas místicos; ni porque los capitalistas sin hígados querían arruinar a los campesinos. Se hizo para lo más obvio: para generar energía barata y limpia. Y salió mal porque desafortunadamente taponaron un túnel que pudo servir como válvula de escape, y abrieron otro que se desmoronó, quizá por errores de algún contratista, pero también por una presión súbita en la corriente del río.
Ya las empresas de seguros internacionales empezaban a pagar parte de lo perdido por las fallas (fortuitas o humanas) de Hidroituango. Pero llegó el nuevo alcalde, con bríos de Napoleoncito, a hacer, sin consultar con la Junta, una demanda que se resolverá dentro de 20 años y no podrá ganar porque EPM aprobó todo lo que los constructores hicieron. Y porque nadie —ni entregando todo su capital— puede pagar lo que el miembro único de la Junta les pide.