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Escribir a mano

Héctor Abad Faciolince

23 de enero de 2011 - 01:00 a. m.

BENDIGO LA TARDE DE MI ADOLEScencia en que, por puro aburrimiento, cogí el manual de mecanografía de mi madre (Método Remington para señoritas) y me senté a hacer planas en la máquina de escribir, aparentemente inútiles, con palabras tan abstractas como: aba aba aba, ute ute ute, o nima nima nima.

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El secreto estaba en no mirar nunca el teclado y en ir usando todos los dedos de las dos manos. El uso del meñique izquierdo (con él se escriben la A, la Z, la Q y las mayúsculas) era el más difícil de aprender, pero cuando uno al fin vuelve automáticos los movimientos, es algo que no se olvida jamás y que facilita la existencia (sea uno secretaria, notario, periodista o escribano) hasta el día de la muerte. En vez de perder el tiempo con listas de ríos, de presidentes y de reyes, en todos los colegios deberían dar clases de mecanografía.

Sin embargo, por mucho que yo escriba en un teclado (ahora de computador) siempre llevo en el bolsillo una libreta de apuntes, y anoto a mano lo que se me ocurre. En este mismo instante estoy pasando en limpio lo que se me ocurrió en el avión la otra noche, en un desvelo interoceánico. Esto que ustedes leen (si es que alguien lo lee) lo escribí a mano y con letra pegada. Este último detalle, lo de la letra pegada, es importante. Cuando aprendí a escribir, en la década de los sesenta, la caligrafía era materia fundamental en la enseñanza, y todos los profesores tenían que respetar ciertas normas de escritura casi tan importantes como la ortografía. Nunca podíamos escribir en letras de imprenta, que era una manía de arquitectos, sino que debíamos enlazar las letras de manera que hubiera que levantar muy pocas veces el bolígrafo de la hoja (sólo para poner los puntos sobre las íes y las rayas de las tes). Hoy en día en muchos colegios ni siquiera enseñan letra pegada y la mayoría de los jóvenes escriben dibujando cada letra separadamente —lo que, dicen ellos, les parece más claro— y además son incapaces de leer cuando uno escribe en letra cursiva. Hace poco tuve que traducirle a mi misma hija lo que decía su abuela en una dedicatoria, pues nunca aprendió a escribir o a leer en letra pegada.

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Pertenezco quizá a la última generación que escribió y recibió cartas a mano, que tuvo apartado aéreo (¿qué es eso?, preguntarán muchos) y que iba a la oficina de correos a escoger las estampillas más bonitas para mandar una carta de amor o una carta familiar. Tengo en mi archivo cientos de cartas de amigos y parientes, escritas a mano y en letra pegada. Y aunque me convertí al correo electrónico desde el mismo año en que lo inventaron (y se burlaban de uno, al principio, parecía muy esnob escribir e-mails) conservo todavía cierta nostalgia por la escritura a mano. Quiero decir: nunca volvería atrás, no añoro para nada el tiempo de las cartas y de los carteros, pero como ocurre siempre con los avances técnicos de cualquier tipo, hay algo que se pierde en el camino. Claro que es mucho mejor ir a Bogotá en carro o en avión, pero sin duda uno veía más cosas cuando hacía el viaje a pie.

Escribir a mano es como andar a pie. Tiene un encanto limpio y saludable. Como es más difícil borrar cualquier cosa escrita a mano (en el colegio no nos dejaban escribir con lápiz) uno lo piensa dos veces antes de poner una palabra. Para no dejar un tachón asqueroso —y de muy mala educación— era una regla elemental de etiqueta que ante un grave error había que repetir toda la página. Creo que hay pedagogos que reconocen todavía la importancia de aprender a escribir con letra pegada. Más que letras sueltas, en la escritura cursiva vemos palabras, y esa dificultad conviene, a la larga. No soy un nostálgico. Por supuesto que la invención de la imprenta (y de la letra de imprenta) nos dio algo que no podían darnos los copistas, escribas y calígrafos. Pero también ahí, como en los viajes a pie, algo perdimos. Como perderemos también cosas cuando se mueran los libros de papel y haya tan solo libros electrónicos.

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