NO SÉ SI HAY ESTADÍSTICAS, PERO tengo la impresión de que los escritores se suicidan más, proporcionalmente, que los mortales de otras profesiones. Si hago un rápido censo mental, muchos nombres se me vienen a la mente, desde la antigüedad hasta ayer, mujeres y hombres: Safo, Lucrecio, Kleist, Silva, Zweig, Woolf, Salgari, Trakl, Lugones, Mishima, Pizarnik, Hemingway, Plath, Márai… Primo Levi, le dedica el sexto capítulo de Los hundidos y los salvados al suicidio de Jean Améry. Dice Levi que “su suicidio, como todos, admite una nebulosa de explicaciones”.
Esa misma nebulosa se ha empleado después para tratar de explicar el suicidio del mismo Levi, llevado a cabo al parecer más para evadir la enfermedad que para huir de las pesadillas memoriosas de Auschwitz.
Esta semana se celebró el centenario del nacimiento de Pavese y esto me llevó a releer páginas de su diario. Ahí, al final, y poco antes de que se matara, dejó escrito: “Los suicidas son homicidas tímidos. Masoquismo en vez de sadismo”. Maupassant (que se murió de enfermo un año después de intentar suicidarse) lo definió de un modo casi inverso: “El suicidio es el sublime valor de los vencidos”.
Antes de quitarse la vida, Jean Améry escribió un libro extraordinario sobre el suicidio (Levantar la mano sobre uno mismo) donde explica que la primera lógica de la que escapa el suicida es la del axioma que está a la base del comportamiento vitalista de casi todos los entusiastas: “la vida es el bien supremo”. Si esto se niega, “la vida no es el bien supremo”, o si no siempre lo es, o si en determinadas circunstancias la vida es lo contrario, un gran peso y un gran mal, se entenderá mejor el salto que dan, que deben dar, los suicidas. Su mundo no es nuestro mundo.
Por no entender este pensamiento elemental (que a veces la vida no es buena) los Estados y las religiones han perseguido durante mucho tiempo el suicidio, calificándolo de delito y de pecado. En algunos países, incluso, se llega al absurdo de castigar el suicidio con la pena de muerte. Toman el cuerpo exánime del suicida, lo cuelgan y lo exponen al escarnio público, para que aprendan. De alguna manera la Iglesia, al prohibir que los suicidas fueran “enterrados en sagrado”, castigaba con la pena del destierro (del cementerio) a los suicidas, considerados como “discípulos de Judas”. Su posición, por suerte, se ha vuelto más compasiva.
Hay quienes se matan tranquilos, planeándolo muy bien; otros, en un arranque repentino de autodestrucción. Unos sobrios, otros drogados. El poeta Juan Manuel Roca desaconseja que nos matemos borrachos: “Es el problema del alcohol —dice—; alguien puede suicidarse y al día siguiente no acordarse de nada”. Es un chiste, pero podría no serlo. Un gran experto inglés en suicidios literarios, A. Alvarez, intentó suicidarse, borracho, una noche de Navidad. Se despertó tres días después sin acordarse de nada, pero con la sensación de que ya sería para siempre un suicida frustrado. También él escribió un estudio estupendo sobre el suicidio: El dios salvaje.
Creo que la raza de los escritores suicidas, pero indecisos, se han inventado otro tipo de estrategia para no matarse, y para ni siquiera intentarlo. Me refiero a los escritores que, en vez de dar el salto, trasladan el propio suicidio a sus personajes. Así hicieron Shakespeare con Ofelia, Romeo y Julieta, Goethe con el joven Werther, Tolstói con Anna y Schnitzler con el subteniente Gustl. Es raro, pero si uno suicida a alguien en un libro, se experimenta una muerte que de alguna manera sacia la ansiedad por la propia muerte. Lo sé por experiencia propia.
Otros, en cambio, se despiden con ira. Me gusta la furia final de Chatterton: “Adiós, Bristol, inmunda ciudad de ladrillos. / Amantes de la riqueza, adoradores del engaño”. Piensa uno en los ladrillos de nuestras ciudades, y lo entiende. Supongo que si el cuerpo no tiene el buen gusto de morirse a tiempo, uno tiene el deber ineludible de matarse. Pero mientras llega ese último instante de lucidez en las tinieblas, habrá que seguir viviendo.