Hace unos cuantos años recibí un mensaje de unos primos cercanos, muy rezanderos ellos y de misa frecuente, en el que me contaban que entre nuestros ancestros había un tal Ha-Levi Abulafia, cabalista, que al convertirse al catolicismo se había puesto algún apellido de los nuestros, y que esto lo certificaba con todas las firmas y aprobaciones un rabino ya no sé si de Toledo o de Sevilla. Que por lo tanto, con estas pruebas a la mano, me invitaban a unirme a ellos para pedir la nacionalidad española como víctimas de la persecución a los judíos sefarditas, de modo que costeáramos entre todos al abogado español que nos ayudaría con las vueltas. Poco después recibí otro correo del otro costado de la familia, menos rezandera pero igual de católica, que había dado también con el nombre de otro converso en una rama cercana del árbol genealógico. Me faltó humor para declararme judío a estas alturas de la vida, pero vi con mucha curiosidad la cantidad de judíos que resultaron por todo el país, todo por la ventaja de hacerse con un pasaporte de la Comunidad Europea.
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A la gente siempre le ha gustado asimilarse a lo que da prestigio, a lo que ofrezca ventajas o a lo que esté de moda. Recuerdo que el dictador mexicano Porfirio Díaz se fue blanqueando poco a poco con el paso del tiempo. En su iconografía el hombre empieza como un mestizo más, como cualquiera de nosotros, pero en la cumbre de su dictadura militar termina haciendo hasta lo imposible por parecer un mariscal austríaco. En los albores del siglo XX daba mucho crédito adoptar una catadura centroeuropea, y el poder y el dinero blanqueaban a la gente.
En los últimos decenios da más ventajas ser o parecer indígena, al menos en ciertas partes de América Latina. A veces veo a la cabeza de las mingas indígenas a unos tipos con barbas tupidas de conquistador que de repente se declaran más papistas que el papa y más indios que Ambrosio Pisco, el cacique rico. Esta súbita mutación étnica está justificada porque hoy en día la academia separa tajantemente la biología de la voluntad. La identidad uno la define según lo que se sienta, según con quien me identifique, según mi propia elaboración cultural. Yo, por ejemplo, sin temor al ridículo, podría decir mañana que soy palenquero, que me siento íntimamente un afrodescendiente cimarrón, y aunque me falte o sobre melanina siempre podré decir sin mentir que todos los humanos venimos de África, y ya está.
En estos meses, entre los cabecillas de distintas bandas de delincuentes antioqueños, se ha puesto de moda alegar de repente que ellos son indígenas, de modo que pueden solicitar ser trasladados a sus resguardos para purgar allí las condenas. Una patente de indígena puede costar cien millones de pesos o más, pero eso no es plata para un mafioso. Al parecer los Pachely y los Triana están siguiendo esta estrategia jurídica, de la mano de sus sabios abogados. Los jueces ya han recibido peticiones de capos en las que solicitan someterse a la jurisdicción especial indígena. Alias “Pirry” y alias “Alber” pidieron ser trasladados de Bello al resguardo indígena Umbra Guaqueramae, en Qunchía, Risaralda. “Peluche” pidió que lo movieran al resguardo El Águila del pueblo Misak, en Belén de los Andaquíes, Caquetá. Y el “Perro” y “Tombito” piden traslado para el resguardo Kwe Sx Yu Diwe, en Florida, Valle. No hay que saber la lengua o las costumbres; no hay que haber vivido allá ni tener arraigo en la región. Basta la plata que ablande al gobernador indígena o, si no les quieren creer, un matrimonio arreglado con una indígena del resguardo que les permita acceder a la nacionalidad.
Como dicen los culturalistas, uno no es lo que es, sino lo que decide ser. En general la gente decide ser lo que cree que le conviene.