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En Estados Unidos se inventó (entre muchas otras cosas) la civilización del espectáculo. Ahora allí nos presentan, en vivo y en directo, el drama de dos ancianos que se disputan la presidencia del país más poderoso del mundo. Uno de ellos, Donald Trump, es un reo obeso de 78 años que se tiñe las canas del mismo color rubio rojizo que debió tener hace medio siglo. El otro, Joe Biden, es un señor delgado de 81 años que al menos no se tiñe el pelo, pero tiene rastros de lifting en la cara.
Cuando una sociedad idealiza lo juvenil y discrimina y margina a los viejos (gerontofobia), es muy normal que muchas personas sientan un miedo irracional a envejecer (gerascofobia) y dediquen buena parte de su tiempo y dinero a ocultar o disimular como sea el paso de los años: cirugías, tinturas, bótox, dietas que se aproximan a la anorexia. Estados Unidos nos ha dado el modelo, ahora muy notorio en América Latina, de nuevos tipos sociales muy comunes: las cuchibarbies y los cuchachos o viejos verdes. Latonería y pintura, cirugía estética, prótesis, kilos de maquillaje.
Cuando Dante hablaba de la “la mitad del camino de la vida” se refería a una edad muy precisa, los 35 años. Los setenta, en su época, eran el límite medio de la vida. Si aún viviéramos en la naturaleza, y en ausencia de los avances médicos del último siglo, sería bastante improbable (no imposible, también hubo centenarios en la antigüedad) que superáramos la barrera de los setenta. Es más, antes de que el ser humano aprendiera a domesticarse a sí mismo (también nosotros somos animales domésticos), era muy difícil llegar a los cincuenta años. Como dice el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, en la naturaleza no existen las enfermedades crónicas pues en la naturaleza nadie llega a viejo. Según sus palabras, “en la naturaleza solo hay plenitud o muerte”. La vejez es una cosa de seres humanos y de animales domésticos (o salvajes, pero en zoológicos), nada más.
Los mayores de setenta son, en alta proporción, enfermos crónicos que en el mundo natural habrían muerto hace mucho tiempo. Lo más normal es morir por accidente, por violencia o por enfermedad mucho antes del definitivo deterioro celular. Sin los medicamentos modernos (vacunas, antihipertensivos, estatinas, antibióticos, quimioterapia...) y las intervenciones quirúrgicas (prótesis, válvulas, órganos extirpados o trasplantados) la mayoría de los sesentones estaríamos muertos y enterrados. La máquina de nuestro cuerpo, en promedio y sin ayudas médicas o quirúrgicas, tiene la misma obsolescencia programada referida por Dante: setenta años.
Que las mujeres vivan un poco más, al parecer se debe a una ventaja biológica que halló la evolución cuando sucedió que las mujeres más longevas tuvieran más descendencia: las abuelas aumentan la supervivencia de los nietos. La mayor longevidad femenina es un fenómeno biológico favorecido por la cultura: la segunda maternidad vicaria de ser abuelas. Los varones, en la naturaleza, desaparecen cuando dejan de servir para dos cosas: para el sexo o para la guerra (dicho de un modo más amable: para el amor o para la caza). La mujer infecunda, en cambio, la mujer menopáusica, sigue siendo muy útil como abuela, en la naturaleza. Esto es menos que una teoría, apenas una hipótesis: “la hipótesis de la abuela”.
En la cultura machista se pensaba que solo la edad avanzada de la madre podía dejar secuelas en los hijos tardíos. Pues no. También los hombres acumulan mutaciones en el ADN (el semen envejece) que hacen más probables las enfermedades genéticas en los hijos fecundados por ancianos.
Pero volvamos a los dos viejos que Estados Unidos nos propone. En el dedo índice del obeso Trump o del delgado Biden está la decisión de lanzar o no bombas nucleares contra un enemigo real o imaginado al otro lado del mundo (Rusia, Corea del Norte, China). Ojalá el partido demócrata encuentre una solución para que no volvamos a caer en las manos del racista Trump.
