Una de las normas más hipócritas y tontas de la legislación colombiana es la que prohíbe a los políticos hacer política. O, lo que es lo mismo, la que impide a los funcionarios en ejercicio defender incluso los planteamientos y las preferencias electorales de su mismo partido. Desde niño me explicaron que uno en los juegos no puede poner reglas que no se pueden cumplir, que contradicen explícitamente lo que queremos y lo que pensamos, es decir, que se vuelven una imposibilidad en la conciencia y en la práctica.
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Pongo un ejemplo. Un niño propone el siguiente juego: “Nadie puede pensar en un elefante, y el que piense en un elefante pierde”. Para saber si alguien está pensando o no en un elefante lo único que se puede hacer es preguntar: “¿Estás pensando en un elefante?”. La respuesta se deja a la buena fe de los jugadores. Acaban ganando siempre los mentirosos, los hipócritas, los que dicen que no están pensando en un elefante. Y la verdad, por supuesto, es que probablemente todos están pensando en elefantes.
La norma que les prohíbe a los políticos que tienen puestos, a los funcionarios, decir que son partidarios de Petro, de Fico, de Fajardo o de Rodolfo Hernández se parece al juego de no pensar en un elefante. Me dirán que la norma no habla de las preferencias ni de la conciencia de cada cual, sino de los actos y de las palabras. Pero al mismo tiempo, en general, defendemos una norma superior: que nuestros actos y nuestras palabras deben concordar con lo que pensamos, que es importante ser consecuentes. Todos los funcionarios, lo quieran o no, intentan con disimulo e hipocresía, con mil argucias retóricas, ser consecuentes con lo que piensan sin caer en la infracción o el delito de serlo. En casi todo el mundo el presidente, los ministros, los alcaldes, los secretarios municipales participan en política. Defienden de palabra y en mítines al candidato que apoya o defiende las políticas que ellos están poniendo en práctica. Eso permite, además, que los ciudadanos confirmen o castiguen esas prácticas, esa visión del Estado.
Por mucho que nos hagamos los bobos, todo el mundo sabe que el presidente Duque apoya al candidato Gutiérrez, que si Claudia López pudiera apoyaría a Fajardo y que el alcalde de Medellín ha apoyado de pensamiento, palabra, obra (y sin omisiones) a Gustavo Petro. Si todos estos apoyos se pudieran hacer abiertamente y sin hipocresía ni disimulos, sería mucho mejor. Está muy bien que se prohíba usar los recursos del Estado para financiar campañas o comprar votos, pero una cosa es el gobierno y otra las personas. Los funcionarios, con sus propios medios y sin usar los recursos del Estado, tendrían que poder defender sus políticas apoyando a los candidatos que los representan y que las van a continuar.
En una decisión arbitraria, tuerta y torpe, la Procuraduría acaba de suspender a Daniel Quintero como alcalde de Medellín por la forma hipócrita, pero clara, en que viene apoyando la candidatura de Petro en la ciudad. Si la procuradora no fuera tuerta del ojo derecho, habría tenido que suspender al mismo tiempo a muchos otros funcionarios del país que apoyan a Federico Gutiérrez. Es verdad que Quintero, un verdadero experto en la mentira, un camaleón profesional, un doctor en hipocresía (ha sido conservador, liberal, uribista, fajardista, lupista y petrista), se pasa de descarado. Pero si lo que la procuradora quería era perjudicar a Petro, debería permitir que Quintero hiciera explícito ese apoyo. Si las políticas a nivel nacional de Petro van a ser las mismas de Quintero en Medellín, ya sabemos para dónde vamos: negocios con parientes y amigos, corrupción flagrante, ataque a la libre empresa, destrucción del patrimonio público… Si algo habla mal de Petro es que sea tan amigo de Quintero.
Uno de los últimos trinos del alcalde dice: “Se ha posesionado el Guaidó paisa”. En esta analogía uno se da cuenta de que él se ve a sí mismo como Maduro. Y peor: que le parece bueno.