En tiempos de otros virus, otras enfermedades, pestes y epidemias era bastante común que a los contagiados se los llevara lejos, a un pueblo remoto o incluso a una isla, para que allí murieran sin contagiar a nadie. Siguiendo esa costumbre, a la entrada de la bahía de San Sebastián hay un islote, Santa Clara, adonde se solía conducir, en siglos lejanos, a leprosos y apestados, para alejarlos de los sanos e intentar así que los “limpios” no se infectaran. Aquellos confinamientos, como los de hoy, servían de muy poco y afortunadamente cayeron en desuso.
La mejor forma de llegar a Santa Clara, la isla que protege a la hermosa Donostia de los arrebatos del océano, es metiéndose en las aguas límpidas del mar e ir nadando hasta allá. Hasta hace unos meses yo lo habría hecho así, por el agua e impulsado por mis propios brazos, pero últimamente tengo algo en las oscuras válvulas del corazón que me lo impide, así que llegué allá en un barquito como cualquier turista valetudinario. Iba a ver algo de nombre Hondalea, no sabía qué, una instalación o escultura o algo así de Cristina Iglesias, artista donostiarra.
Ver una obra de arte con esa forma de inocencia y sorpresa que llamamos ignorancia tiene muchas ventajas. Yo no sabía con qué me iba a encontrar en la cima de la isla y tampoco sabía que hondalea, en euskera, significa “abismo marino”. Sabía otras cosas: que en los dos extremos de la misma bahía se enfrentaban las obras de dos escultores muy hombres y muy machos (que se odiaban), la Construcción vacía de Jorge Oteiza y el Peine del viento de Eduardo Chillida. Las dos son magníficas y merecen verse, pero recientemente el gobierno vasco quiso completar el triángulo escultórico de la bahía con la obra de una mujer, Cristina Iglesias. Este tercer vértice artístico de la belleza, sin embargo, no puede verse de lejos pues está oculto y encerrado en la casa deshabitada en la que vivió, hasta 1968, el último farero de la isla, un tal José Manuel Andoín, experto tirador que se apuntó a la sien para disparar la última bala cuando su viejo oficio de cuidar el faro fue reemplazado por un sistema automático.
Para llegar a la casa del farero hay que subir una cuesta empinada y en ella me di cuenta de que Cristina Iglesias se hace desear (por decirlo así) y exige un arduo viaje para dejarnos ver lo que nos quiere mostrar. Dos veces me dolió el corazón en el ascenso y en cada angina me tuve que parar a descansar para evitar un infarto. Coronamos. La entrada, por la pandemia, se hace en grupos minúsculos, y al fin pude entrar. Ya les dije que iba virgen de cualquier noción de lo que iba a encontrar y no les voy a decir lo que encontré en la cima de la isla, dentro de la casa del farero, al lado del faro. Solo les digo que si algún día van a la bellísima Donostia, suban a ver esto, que por obra de arte enriquece maravillosamente una ciudad que ya era extraordinaria.
Algo puedo insinuar de lo que vi, de todos modos. El corazón tiene extrañas cavernas, honduras, corrientes, olas, reverberaciones, soplos, donde se siente la fuerza de esa bomba que deja entrar y expulsa el líquido de la vida, que en el fondo no es sangre, sino algo muchísimo más elemental: agua. En el abismo marino de Iglesias, en su Hondalea escondida en la cima de una peña que además es una isla, en esa altura, hay una hondura. En esa oscuridad dentro del pecho de una casa late también un mar y ruge un corazón. Y contemplando lo hecho por esta escultora genial, tras el brillo del bronce, del agua y de las lágrimas, se comprende que el arte está hecho, también, para recordarte que tienes que mirar con reverencia las maravillas de la naturaleza.
Ya al salir y al ver mejor la escultura que el océano forma en los acantilados de la isla, me dije: si algún día mi corazón vuelve a palpitar como antes, voy a volver nadando a la isla de Santa Clara, solo por ver otra vez la escultura viva, hondísima, de Cristina Iglesias.