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POCAS COSAS TAN DETESTABLES COmo los predicadores que invocan al demonio para explicar el Mal.
Se aprovechan de una debilidad humana muy honda y muy antigua (antigua en el sentido de nuestro cerebro más primitivo y menos racional), que cree que de algún modo existe una potencia espiritual maligna que es la que explica la maldad en la tierra. Durante las pestes medievales, o cuando ocurren grandes catástrofes naturales (incendios, terremotos, maremotos), como es impensable que tanto dolor pueda haber sido causado o permitido por un Dios bueno, todos acusan al Diablo (esa especie de Dios malo o de Dios al revés) de la enfermedad, de los niños muertos, de la sangre, la destrucción o el dolor.
Después de acusar al Diablo, viene la cacería de brujas, es decir, el castigo a aquellos que, por tener supuestos pactos o afinidades con las potencias malignas del más allá, atraen las desgracias. Estos aliados del Maligno, a veces, son las mujeres adúlteras, pueden ser los judíos, otras veces los árabes, o podríamos ser también los indeseables colombianos. O los haitianos: recuerdo que a ellos se los acusaba de haber introducido el virus del sida en el mundo, porque supuestamente practicaban más que otros pueblos el bestialismo. O los gringos que, hagan lo que hagan, son siempre el demonio para la extrema izquierda y, como ha repetido Chávez una y otra vez, con alusión infernal y tono de puro predicador evangélico, “huelen a azufre”.
En una excelente columna publicada el jueves pasado en El Espectador, Klaus Ziegler contaba la última ocurrencia del telepredicador gringo Pat Robertson, aquel gran aliado de Bush en su Guerra contra el Terror: “Bajo la ocupación colonial francesa —dijo Robertson— los haitianos juraron a Satán que se convertirían en sus siervos si les ayudaba a emanciparse. Por tan execrable ofensa, el Señor los maldijo y condenó a padecer por siempre infortunios y miserias”.
Al tiempo que se publicaba este delirio satánico de Robertson para explicar el terremoto de Haití, la prensa chavista atribuía la desgracia a la malicia infernal de los gringos, esos otros diablos: “el sismo de Haití es el claro resultado de una prueba de la Marina estadounidense. Un terremoto experimental de Estados Unidos devastó el país caribeño, por medio de una de sus armas de terremotos”. El objetivo de este experimento sería, además, poder quedar después como buenos en Haití al organizar una “invasión humanitaria” para apoderarse de las riquezas de la isla (que no se sabe cuáles son).
Naturalmente, si los norteamericanos no hubieran movilizado su ayuda, serían el avariento imperio del egoísmo. Pero como nadie ha hecho más por los haitianos que ellos (con cara gano yo, con sello pierdes tú), entonces simplemente están pensando en apoderarse del país para convertirlo en un nuevo Puerto Rico. Y uno se pregunta si los habitantes de Haití no preferirían vivir como los habitantes de Puerto Rico, así perdieran un tris de su identidad (el vudú, las danzas con un supuesto diablo), y cambiaran el agua sucia por el agua potable y las construcciones deleznables por ingeniería antisísmica, esos terribles inventos de Occidente.
Ni las catástrofes políticas ni las catástrofes naturales las produce el demonio. Las primeras son obra de políticos de carne y hueso que aman más el poder que el bienestar de sus pueblos. Chávez, por ejemplo, que acaba de declarar que la revolución bolivariana durará otros 1.835 años, y Uribe, más modesto, que piensa que la seguridad democrática necesita otros cuatro. Tampoco las catástrofes naturales son obra del diablo. La Tierra, por bonita que sea, no es esa perfección de la que hablan los creacionistas como Robertson: el planeta no tiene un diseño perfecto y sus fallas geológicas producen terremotos en Irán, en Haití, en Armenia y por supuesto también en California.
