Alguien habrá pensado, al leer el título de arriba, que debe haber pocas cosas tan inútiles como una huelga de poetas. Quizá tenga más éxito un paro de manicuristas o de serenateros, y a lo mejor produzca menos indiferencia una huelga de diputados o un cese de plegarias de monjas de clausura. Sea como sea, uno pensaría que es poco probable que una huelga de escritores tenga mucho éxito. ¿A quién le hará falta que haya más o menos rimas? Quizá antes, cuando no había cine ni televisión y las obras de teatro se escribían en verso, harían un poco más de falta los creadores de historias. Pero hoy, cuando los guiones se escriben en prosa y la inteligencia artificial inventa chistes, ¿a quién le importa una huelga de poetas?
Pues bien, de eso se trata, de la huelga que acaba de convocar el Gremio de Escritores de América, una especie de sindicato estadounidense al que están afiliados más de once mil poetas (quiero conservar el nombre antiguo que recibían los dramaturgos). Esta semana pudimos ver sus manifestaciones en Los Ángeles y Nueva York, con escritores de todas las edades y todos los colores, y carteles ingeniosos con buena ortografía: “Sin guion no hay televisión”; “Muchos drones, pocos dramas” “¿No hay contratos? ¡No hay palabras!”, etc.
No es la primera vez que los escritores, guionistas, inventores de tramas, redactores de diálogos, creadores de frases y consignas ingeniosas entran en huelga. Pero ahora el asunto cobra más relevancia porque las grandes plataformas que lanzan nuevas series o proponen programas de entretenimiento tienden a ofrecer trabajos temporales y precarios. A veces, así como un mensajero de Rappi o un chofer de Uber no tiene contrato, tampoco lo tiene el redactor “part time” de una serie de Netflix o una película de Amazon. Por eso estos poetas, muchas veces anónimos o cuyos nombres solo aparecen durante un segundo en los títulos finales que nadie ve, están desfilando en Hollywood y en Wall Street frente a los fastuosos edificios de Paramount, Netflix, Amazon… en defensa de su oficio. El actor o el presentador de un show cuyas frases nos parecen geniales, no son las personas que se inventan o a quienes se les ocurren esas salidas. Detrás puede estar una muchacha tímida con anteojos de miope, un borroso joven barroso especialista en juegos de palabras, un viejo alcoholizado cuyo cerebro produce historias fascinantes y enredos inimaginables de amor, traición, triunfo y derrota.
García Márquez dijo una vez que, incluso si le va tan bien como a él, “un escritor nunca es rico, sino un pobre con plata”. Uno de los pocos escritores que hizo una fortuna de verdad con sus libros fue el belga Georges Simenon, capaz de escribir cinco buenas novelas al año, y capaz de venderlas por millones en diez lenguas distintas. Pero lo más común es que los escritores se mueran sin un peso. Así vivió y murió Cervantes. El muy exitoso Lope de Vega, aclamado por todos en su tiempo, que escribió más de quinientas obras de teatro, tres mil sonetos, cuentos, novelas y poemas épicos, a quien el mismo Cervantes llamó “fénix de los ingenios, monstruo de naturaleza”, tuvo una vejez miserable y solo le volvieron a hacer honores cuando no podía verlos: en su entierro. Muertos de hambre en vida y bañados de gloria después de muertos.
Espero que muy pronto haya escasez de novedades en las pantallas y solamente se repitan sin cesar programas viejos. Ojalá las actrices y los presentadores empiecen a gaguear sin saber qué decir en los shows de media noche. Que falten ideas y palabras para comentar lo que pasa. Que nadie recree en películas de dos horas los dramas eternos de nuestras vidas. Que los domingos por la tarde aumenten en pereza, en abulia y angustia, y las noches sin sexo se esfumen en bostezos. E incluso que las páginas de los periódicos salgan todas en blanco porque ya nadie escribe en ellas.