Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A veces da la impresión de que solamente pasan cosas horribles, o feas, o violentas. En el mundo, en el país, o a uno. La autocompasión limita con el melodrama, y eso da a veces réditos, poner cara de víctimas. Aquí somos expertos. Así que hoy quisiera hablar no de lo que quisiera y tal vez debiera (de que a un buen hombre joven, Miguel Uribe Turbay, hijo de una buena mujer asesinada por la mafia, padre de tres niños, lo quisieron matar y esto me ofende a mí y debería ofendernos a todos personalmente), sino de que a veces sucede que a quienes tenemos la mala costumbre de quejarnos mucho, también nos pasan cada rato cosas bonitas, que iluminan la vida y nos dan una especie de día agradecido.
Les voy a hablar de algo que parece una minucia, pero que para mí es como una mañana luminosa, como la sensación de que la vida es buena, el aire limpio, los árboles frondosos, la gente amable y los niños felices. Entiendo lo ridículo que es sentir esto el mismo día en que se desata una guerra espantosa en el Medio Oriente, pero qué puedo hacer… ¿Me permiten que me evada un instante en la belleza de buscar palabras que no existen? Es algo muy sencillo.
Tengo un señor al que casi no conozco, que vive en España, en Toledo, y es profesor de lenguas muertas en un colegio. Sí, a él le gustan el griego y el latín, y a sus alumnos tal vez no, o de cuarenta a uno, y sin embargo no se desanima. No le hace daño a nadie, estoy seguro, y a mí, cada vez que me publican un libro él me manda un regalo: me traduce al latín las partes que le gustan. Ya quisiera yo saber latín, siquiera un poquito, pero cuando leo mis cosas en latín, como no entiendo nada, pienso que eso lo entendería Séneca y el café que me tomo pensando en el modo genitivo me sabe a gloria. Pero este señor, el profesor Soto, además me hace comentarios precisos sobre cualquier asunto pequeño que comento en alguna parte de mis libros.
Hay uno, no muy original, en lo último que publiqué, que no se refiere a los huérfanos (a mí, en Colombia, eminentes filólogos se complacen en llamarme “el huerfanito”, porque son retorcidos y no se dan cuenta de que si algo he sido es el niño menos huérfano que ha habido en el mundo), digo, sino a lo contrario: a los padres y madres que pierden a sus hijos. Y al hecho curioso de que en español y en casi todas las lenguas (de esto ha hablado bellamente Piedad Bonnett) no exista una palabra que designe la condición de las personas que, como ella, han perdido un hijo. Es raro que una condición –lo sé por experiencia de mis padres con una hermana mía– que te corta y te hiere la vida para siempre, no tenga palabra y parezca innombrable. Una de las escenas más hermosas de los orígenes de la literatura es cuando el rey de Troya, Príamo, va a reclamarle a Ulises el cadáver de su primogénito; les ruego que la lean si no la han leído.
Y bueno, el profesor Soto, y otros amigos, me han escrito cartas de esas que brillan en la mañana de cualquier día, comentando el asunto y tratando de ilustrarme un poco y de quitarme las cataratas de las que sufro. Me escribe Soto que “en griego clásico hay algo que se le acerca: existe ápais, ‘desprovisto de hijos’, y en un verso de Las suplicantes de Eurípides, a las madres que recogen los cadáveres de sus hijos se las llama ápaida, las-sin-hijos”.
También otro padre podado de hijo, Sergio del Molino (y aprendí algo más) me informó que “los judíos sí tienen en hebreo la palabra: שְׁקוּל (shakul) y que en su liturgia se reserva un hueco para honrar a estos padres”. Y finalmente una amiga queridísima, Felicidad, que le hace honor a su nombre, me contó de un grupo de deshijados (padres de niños con cáncer) que le propusieron a la Academia que adopte una palabra que condense la idea y haga más real su dolor innombrado: huérfilos, o huérfilios. Creo que estos padres deshijados se merecen al menos un nombre. Yo que soy incapaz de ser académico también lo pido. Es lo que más queda de las guerras: huérfilios, padres sin hijos.
