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¿Cómo aproximarnos a esta pandemia que ha puesto nuestras vidas al revés con una mirada que sea humana y compasiva, pero no ideológica? ¿Cómo hacer para que nuestros prejuicios políticos no nos pongan lentes que nos hagan ver siempre con malos ojos lo que hacen los gobernantes que consideramos adversarios políticos, y con buenos ojos lo que deciden esos con quienes compartimos ciertos ideales? Hay que enseñarle al corazón a que no celebre el fracaso que significan los miles de muertos de Trump, de Ortega o de Bolsonaro (pues son muertos que duelen), y que no padezca más con los miles de muertos de Merkel o de Pedro Sánchez (pues son muertos iguales a los otros). No deberíamos ser espectadores de esta pandemia como antes lo éramos de los partidos de fútbol: dividiendo el mundo en “los nuestros” contra “los enemigos”.
En Estados Unidos parece claro que hay una aproximación de derecha (republicana) a la crisis del coronavirus, enfrentada a un tratamiento de izquierda (demócrata) de la misma epidemia. La primera quiere abrir ya la economía sin contar infectados y muertos; la segunda es cautelosa en la apertura y prefiere alargar las medidas de distancia y aislamiento. Estas políticas divergentes se pueden extrapolar a Colombia y al mundo.
La división ideológica ocurre cuando dos prioridades entran en conflicto y uno decide poner por encima o por debajo, en su escalafón mental, dos valores difíciles de conciliar: el valor de la salud y de la vida humana, por un lado, y el valor de la economía, de la producción y de los negocios, por el otro. A primera vista parece muy fácil la decisión: primero la vida y la salud que el negocio y la economía. Defender antes el negocio es tener un pensamiento despiadado que desprecia la vida y prefiere el capital. Sin embargo, no deberíamos desdeñar el argumento de que una gran depresión económica también producirá muertos: por suicidio, por hambre y pobreza, por desocupación, por desplazamiento. Tantos o más muertos que la misma enfermedad.
Ocurre que hay otros dos valores que entran en conflicto y cuya división ideológica es menos clara. Este conflicto se da cuando se enfrentan el valor de la seguridad (se debe proteger como sea la salud de la mayoría de la población), y el valor de la libertad (soy un adulto y yo decido autónomamente si quiero correr el riesgo de enfermarme o no). Hasta qué punto puede un Estado que se dice liberal obligar a un gran número de ciudadanos a permanecer siempre en su casa so pretexto de protegerlos. U obligar sólo a un segmento de la población, por ejemplo los viejos (evitemos los tontos eufemismos de “abuelitos” o de “adultos mayores”). En un régimen autoritario como el chino esto ni siquiera se pone en discusión; pero en regímenes que defienden la autonomía individual no se entiende por qué un viejo no puede salir a caminar solo por un sendero solitario de montaña, si respirar aire puro no puede hacerle daño a él ni a los demás.
Todo el análisis anterior, que hago con el intento de ponerme y quitarme distintos tipos de anteojos, no me lleva a ofrecer una solución clara y tajante, sino a resaltar la complejidad de los problemas que enfrentamos, y a reconocer que ni los unos ni los otros son idiotas insensibles o sin argumentos. Que todos tienen argumentos y que “el bobo es uno que cree que hay bobos”.
Lo importante es que los de un lado no mientan magnificando los riesgos y amplificando el miedo, sino que, siendo médicos, estadísticos y epidemiólogos responsables, hagan sus afirmaciones con la mayor exactitud. Y que los del otro lado no oculten las cifras de enfermos y de muertos, o que descaradamente mientan al no permitir contarlos, o peor, que se resguarden ellos muy cuidadosamente del contagio evitando todo contacto, mientras exponen al pueblo raso a la infección y la muerte. Solo con la verdad podemos tomar decisiones sensatas en cada momento, sin defender ciegamente la visión ideológica y parcial nuestra, y sin atacar con altivez y desdén moral la de los adversarios.
