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                                                                                                                              Instrucciones para no hacer nada

                                                                                                                              Creo que lo descubrí tras más de un día entero de aviones. Volvía a mi casa desde las antípodas en dos vuelos transcontinentales: el primero me llevaba de Tokio a Madrid (con escala en Estambul) y el segundo de Madrid a Medellín. Lo que podía parecer una pesadilla de incomodidad, cambios de horario y cansancio, se convirtió en un experimento que me recordó cierto tipo de felicidad que había casi olvidado: era posible pasar más de 24 horas offline (desconectado del correo, los chats, Twitter, las noticias) y no me había perdido de nada extraordinario.

                                                                                                                              Al salir del Japón me prometí apagar el teléfono durante todo el viaje y no interactuar tampoco con la pantalla de los aviones (cero películas, juegos o correo abordo). Llevaba una provisión de libros, bolígrafos y dos libretas de apuntes. Con unas pocas pausas para dormir, el viaje fue una fiesta. Leí embelesado unas 400 páginas de los diarios de Tolstói y unas 300 del diario de Cheever. Leí algo corto y muy bueno de un colombiano, Libro del tedio, de José Andrés Ardila, y además se me ocurrió el principio de una novela que tal vez nunca escriba, pero no importa: puede que un día publique un libro con siete principios de novelas que no supe seguir hasta el final…

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              El viaje interoceánico se convirtió en un experimento de detox de vicios online. (Les ruego que me perdonen tantos neologismos tomados o calcados del inglés, pero es en el latín de nuestros días donde primero se nombran estos fenómenos asociados a la tecnología). Y me resultó tan agradable volver a leer de corrido libros largos, sin distracciones, y tan importante volver a ser capaz de no hacer nada, en muchos ratos vacíos, sin el impulso automático de revisar el correo, el Whatsapp, o de ofuscarme en Twitter.

                                                                                                                              Al volver me propuse, entonces, desintoxicarme mucho más. Kevin Roose, columnista de tecnología digital en el New York Times, confesó hace poco ser un adicto al smartphone. Este primer paso, como en los alcohólicos, se ha vuelto importante. Entre los síntomas que para él definen la adicción están estos tres: la incapacidad de leer libros enteros, de ver una película completa sin interrupción, y de mantener una conversación seria y larga sin mirar el teléfono ni una sola vez. Intuitivamente, y sin haber leído las fórmulas de Roose (o de su asesora, Catherine Price, autora del libro Cómo romper con el teléfono), yo tomé algunas medidas que me han ayudado a alejarme de las redes sociales, del teléfono, y a acercarme a cosas que me gustan más.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Creo que lo descubrí tras más de un día entero de aviones. Volvía a mi casa desde las antípodas en dos vuelos transcontinentales: el primero me llevaba de Tokio a Madrid (con escala en Estambul) y el segundo de Madrid a Medellín. Lo que podía parecer una pesadilla de incomodidad, cambios de horario y cansancio, se convirtió en un experimento que me recordó cierto tipo de felicidad que había casi olvidado: era posible pasar más de 24 horas offline (desconectado del correo, los chats, Twitter, las noticias) y no me había perdido de nada extraordinario.

                                                                                                                              Al salir del Japón me prometí apagar el teléfono durante todo el viaje y no interactuar tampoco con la pantalla de los aviones (cero películas, juegos o correo abordo). Llevaba una provisión de libros, bolígrafos y dos libretas de apuntes. Con unas pocas pausas para dormir, el viaje fue una fiesta. Leí embelesado unas 400 páginas de los diarios de Tolstói y unas 300 del diario de Cheever. Leí algo corto y muy bueno de un colombiano, Libro del tedio, de José Andrés Ardila, y además se me ocurrió el principio de una novela que tal vez nunca escriba, pero no importa: puede que un día publique un libro con siete principios de novelas que no supe seguir hasta el final…

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Pero ¿a qué viene todo esto? Tengo que confesarlo: poco a poco me he convertido en un friki del celular. Mis hijos me acusan de ser un geek (tengo un reloj que hace curvas de mis pulsaciones y envía electrocardiogramas en tiempo real) y de practicar el ningufoneo, el cual consiste en ningunear a los seres humanos mediante el uso (en sus propias narices) de las distintas apps del bendito Smartphone. Mi esposa, sin usar la palabra, dice que estoy más enganchado al teléfono que sus hijos adolescentes (y eso que ellos a mí me parecían casi adictos), y que ya casi olvidé cómo se mira a los ojos, qué aspecto tiene el mar y cómo es un colibrí.

                                                                                                                              El viaje interoceánico se convirtió en un experimento de detox de vicios online. (Les ruego que me perdonen tantos neologismos tomados o calcados del inglés, pero es en el latín de nuestros días donde primero se nombran estos fenómenos asociados a la tecnología). Y me resultó tan agradable volver a leer de corrido libros largos, sin distracciones, y tan importante volver a ser capaz de no hacer nada, en muchos ratos vacíos, sin el impulso automático de revisar el correo, el Whatsapp, o de ofuscarme en Twitter.

                                                                                                                              Al volver me propuse, entonces, desintoxicarme mucho más. Kevin Roose, columnista de tecnología digital en el New York Times, confesó hace poco ser un adicto al smartphone. Este primer paso, como en los alcohólicos, se ha vuelto importante. Entre los síntomas que para él definen la adicción están estos tres: la incapacidad de leer libros enteros, de ver una película completa sin interrupción, y de mantener una conversación seria y larga sin mirar el teléfono ni una sola vez. Intuitivamente, y sin haber leído las fórmulas de Roose (o de su asesora, Catherine Price, autora del libro Cómo romper con el teléfono), yo tomé algunas medidas que me han ayudado a alejarme de las redes sociales, del teléfono, y a acercarme a cosas que me gustan más.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Ver todas las noticias
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