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La amistad y las cosas

Héctor Abad Faciolince

28 de octubre de 2023 - 09:00 p. m.

Hay frases que, por muy banales que parezcan, no dejan de ser ciertas. Una de ellas dice que “uno no se lleva nada a la tumba”. Es verdad que en la antigüedad no pocos monarcas se hacían enterrar con todos sus tesoros. Con joyas y coronas, con espadas y anillos, con monedas de oro, dagas de plata, con instrucciones para responder a las preguntas del Juicio Universal, y hasta con el perro y el gato, o incluso, algunos, con esposas y concubinas, según decían ellos por pura compasión, por no dejarlas solas, pobrecitas, cómo sufrirían en vida sin su augusta compañía. Pero incluso si los súbditos cumplían los deseos del monarca, algún plano de la tumba quedaba, para la dicha de los saqueadores.

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Más allá de estos reyes tan ilusos como vanidosos, los simples mortales a la tumba no nos llevamos nada. Yo he tenido siempre, supongo que por temperamento, amigos más viejos que yo, y varios se me han muerto. Cuando uno es consciente de que tiene mucho más pasado que futuro, y cuando se da cuenta de que las cosas que ha atesorado con más pasión (obras de arte, libros, objetos familiares, relojes viejos, colecciones tan hermosas como absurdas –de ámbar, de cadejos, de piezas de ajedrez, de naipes, de dientes de leche, de guacas, de firmas, de postales, de tazas, de cartas de amor, de fotos en blanco y negro, de pesebres, de piedras filosofales, de discos de acetato, de películas, de búhos o hipopótamos, de las monturas viejas de toda la vida…–) no le cabrán ni en el ataúd ni en la tumba, empieza a regalarlas según el orden del azar o los afectos.

Esta semana estuve visitando a uno de mis viejos amigos, uno que vive apartado en montañas lejanas, cerca de la frontera con otros países, y muy consciente también de estar llegando a los límites de su vida. Aunque no ha pisado nunca un hospital, va a cumplir noventa años en breve, y tiene la inteligencia de saber que la buena salud nos salva de una vejez amarga y dolorosa, pero no de la muerte. En medio de un almuerzo con mucho vino me atreví a preguntarle si entre todos sus papeles no tenía por casualidad algún escrito de memorias o alguna especie de autobiografía. Yo he sido traductor, me dijo, no escritor, y siempre llevo conmigo mi biografía. Te la voy a enseñar. Lo vi que se ponía a lidiar debajo de la mesa con algo en la cintura; pensé que iba a sacar una libreta, un pergamino. Lo que salió desenrollándose fue una larga culebra que parecía haber cambiado de piel muchas veces. Era su vieja correa de cuero. Me la pasó. El cinturón tenía rayas muy claras en cada agujero, desde el que apretaba unos pantalones muy angostos, al principio, hasta el tercero más cercano a la punta. Nos reímos. “Te quedan todavía dos huecos”, le dije. La correa tenía unos cuarenta años y la barriga no había dejado de crecerle con los años. Volvimos a reírnos.

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Más tarde, en su casa, después de la siesta, empezó a sacar cosas de su biblioteca ordenada meticulosamente. Me mostró tres poemas manuscritos, alguno inédito, de José Lezama Lima, de Nicanor Parra y de Nicolás Suescún. Los habían copiado frente a él ellos mismos, a mediados del siglo pasado. Después me enseñó, como quien abre la reliquia de un santo, un breve manuscrito de Juan Rulfo. Ahora son tuyos, me dijo. Yo los pienso guardar como quien guarda la casaca de un hijo caído en la guerra. Con amor y tristeza anticipadas.

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Ahora sé muy bien, sin embargo, que en breve seré yo el que debe pensar en qué hacer con sus tesoros, incluso con estos que acabo de recibir como una herencia en vida. Pienso en mis hijos, por supuesto, pero también en mis amigos. Hay que empezar a repartirlos. Tampoco yo me los puedo llevar a la tumba. Aunque ya me ha pasado, también, que a una persona joven le guste alguna cosa mía, y se la he regalado. Pero a veces sucede que esas personas cometan la impertinencia tan poco natural de morirse antes que uno, y sin dejar testamento. Más vale no acumular cosas a ninguna edad de la vida.

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