He conocido muchos edificios sin ascensor; no conozco ninguno sin escaleras. Una vez, sin embargo, una amiga cubana me contó una historia que no creo que sea cierta, pero que cada vez que la creo (a veces la creo) se me convierte en una pesadilla. La historia es esta: cuando el Che Guevara estaba al frente de un superministerio para las industrias del pueblo, ordenó levantar un gran edificio en La Habana, con ascensor, pero sin escaleras.
Este diseño revolucionario estaba basado en el optimismo o, lo que es lo mismo, en la fe ciega en los grandes progresos que traería la revolución proletaria. ¿Para qué escaleras si Fidel iba a proveer de energía gratis e ininterrumpida a todo el mundo? Además los ascensores, pensados y fabricados por ingenieros socialistas que no perseguían el lucro ni el provecho personal, sino el beneficio del pueblo, jamás tendrían esas fallas técnicas de los ascensores imperialistas cuyos daños programados solo buscan desangrarnos con sus constantes e inútiles gastos de reparación y de mantenimiento. Las ilusiones perfectas de la ideología acaban siempre por chocarse con la imperfección de la realidad.
Pero este no es un artículo sobre los ideales ingenuos, sino sobre la escritura. Recordé la anécdota —o el invento— del edificio diseñado por el Che Guevara, cuando leí una historia parecida, pero no real, sino metafórica, en un hermoso documento que acaba de publicarse en España: Carta sobre el poder de la escritura, de Claude-Edmonde Magny (Periférica, 2016). Según esta amiga de juventud de Jorge Semprún, “nuestra alma es como un edificio muy alto en el que el arquitecto demasiado confiado en el progreso olvidaría la escalera, y en el que el ascensor, de pronto, estuviera bloqueado”.
Según Magny, en el misterioso resultado de haber escrito una buena o una mala novela, estamos frente al problema del habitante del edificio sin escaleras y con el ascensor descompuesto. Balzac en sus primeras novelas —correctas técnicamente, pero sin alma— escribe desde ese apartamento elevado y altivo que es incapaz de descender a las honduras de sí mismo, del ser humano. Y de repente algo se desbloquea en el alma de Balzac (quizá la aceptación de la lengua y los recuerdos de su infancia) y a partir de ese momento ya es incapaz de escribir una mala novela: todo le sale bien. Aun con imperfecciones técnicas o estilísticas, en sus novelas se respira, se lee verdad, hondura y comprensión de la condición humana. Deja de haber esfuerzo o fingimiento y en las historias que nos relata se conjugan perfectamente la inteligencia con la sensibilidad. Balzac alcanza esa pureza y esa bondad, ese desprendimiento de sí mismo que, para la amiga de Semprún, son indispensables para escribir una gran obra. Balzac deja de aparentar y se vuelve genio de repente. Y algo incluso más importante que Lamartine descubrió: “Le hubiera sido imposible no ser bueno”. Y como un acróbata consumado empezó a escribir sobre la cuerda floja, pero sin red.
Pero, ¿cuál es el secreto de esta transformación de un autor mediocre en un gran escritor? Para Magny esto tiene que ver con el hallazgo de una voz auténtica y de una emoción que se nutre de la experiencia humana del autor. Es posible escribir gran poesía sin haber vivido (muchos grandes poetas escribieron lo mejor de su obra en la primera juventud), pero, como dice Rilke, “para ritmar la prosa hay que adentrarse en sí mismo y encontrar el ritmo anónimo y múltiple de la sangre”.
Hace poco, releyendo la obra de Juan Rulfo para conmemorar los 100 años de su nacimiento, hallé una conexión profundamente auténtica entre su cuento más célebre, “Diles que no me maten”, y la experiencia más honda de su infancia y de su vida. Eso me explicó el porqué de esa impresión de verdad que deja este relato extraordinario. Lástima que no tengo ahora espacio para explicarlo. Otra vez será. Solo les digo que tiene que ver con el asesinato de su padre, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo.