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La mirada de Beatriz González

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Héctor Abad Faciolince
04 de diciembre de 2011 - 01:00 a. m.
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Beatriz González sale seria en las fotos que le hacen. Es una persona seria. Seria en el mejor sentido de la palabra: lo contrario de frívola.

Ella siempre ha mirado con preocupación y espíritu crítico lo que pasa aquí, y ha sentido rabia, tristeza, compasión. Se indigna o se conmueve con lo que ve, lo registra y lo pinta: con ira, con ironía, con ternura. Es la menos egocéntrica de los artistas (ese gremio de gente que conoce un único pronombre: yo, yo, yo), la que más se concentra en lo otro, en los otros: en lo que no es ella misma. Por eso, asistir a su gran Retrospectiva (1948-2010) en el Museo de Arte Moderno de Medellín, es una experiencia estética y ética sobrecogedora. Para los que no viven aquí, visitar este hermoso museo (su arquitectura, su entorno) y esta gran exposición (sabiamente montada y curada por Alberto Sierra y Julián Posada) valen ya un viaje en diciembre a Medellín. Vengan a ver un trozo de lo más digno de este país.

La exposición empieza con la sana influencia de un maestro que se merece toda nuestra memoria y toda nuestra gratitud: Juan Antonio Roda. Beatriz González se apropia de su pincelada, adquiere una técnica, un oficio. Todo artista necesita depurar una técnica, así sea para dejarla. González se apropia, digámoslo así, de la voz de su maestro, para luego poder reconocer su propia voz. Y la encuentra, como bien lo estableció Marta Traba, a partir de las imágenes de los suicidas del Sisga. Ahí Beatriz González halla su camino, no el camino de la introspección ni de la egolatría, sino el de la mirada a los demás. Y a los demás aquí, en esta circunstancia y en estos largos años: en Colombia. Después de copiar a los maestros —no sólo a Roda, también a Picasso, Cezanne, Vermeer, Gauguin—, esta extraordinaria artista colombiana empieza a darnos su lección: este país terrible radiografiado por la vista agudísima de sus ojos implacables.

Y ahí no queda títere con cabeza. Los Papas que venera nuestra tonta idolatría católica; los excelentísimos presidentes de la República (con sus whiskeys, sus plumas amazónicas, sus fiestas, su hipocresía, su cinismo); las páginas sociales de los periódicos y, sobre todo, las páginas rojas que ella sutilmente define como “las páginas sociales de los antisociales”. Mira, filtra y nos devuelve para siempre una imagen dura como un puñetazo en la boca del estómago: un Turbay de corbatín dando un discurso eterno en una televisión petrificada.

Y en los años ochenta, como no podría ser de otro modo en los ojos de una artista al mismo tiempo sensible y crítica, otra ruptura: la mirada se vuelca hacia las víctimas, hacia el dolor de un país destrozado por todas las violencias. Del dibujo impecable de los asesinos y suicidas por amor (Tragedia pasional, de 1967), pasamos a las implacables siluetas de quienes rescatan muertos del agua, o de quienes transportan los cadáveres (sus bellas y tristes auras sobre los columbarios del Cementerio Central de Bogotá), a las sombras de una luchadora como Yolanda Izquierdo, condenada a muerte por el delito de ser valiente.

Próceres, presidentes, cursis, ciegos, insensibles: tiemblen. En el espejo de los cuadros de Beatriz González (donde ella apenas está un par de veces, y sólo para llorar de rabia y compasión) no sólo se ve nuestro país cínico y desangrado (que no excluye las matanzas absurdas de las Farc), sino también, y sobre todo, nuestra incapacidad de ver, de intervenir y de gritar con nuestros pequeños medios —el dibujo, la pintura, la música, la palabra— para que estos horrores no sean nuestro pan de cada día. Qué saludable baño ético y estético es esa rara y dura retrospectiva de una de las más grandes artistas de Colombia. Los que puedan: vengan a estremecerse, a salir de su abulia, en Medellín. El arte tiene mucho sentido, no es mera diversión, o escape o risa, cuando es así. Beatriz González es seria: seria en el mejor de los sentidos.

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