Un dialecto es una lengua que no tuvo ejército, es decir, una lengua que no pudo imponerse a la fuerza en el pasado o que no tiene poder suficiente para imponerse del todo en el presente. Cuanto más imperialista haya sido un país, más extensa la lengua que logró obligar a que sus sometidos hablaran. De ahí el auge del latín (en su día) y la extensión del inglés, del español, del ruso, el chino y el árabe en el mundo actual.
Como en el presente la imposición de una lengua a la fuerza es inaceptable para los estándares éticos y no-violentos contemporáneos, los dialectos consiguen ser reconocidos como lengua solo gracias al vigor de su cultura y a su empuje poblacional. Es difícil que una lengua se pueda conservar viva si no tiene siquiera unas decenas de miles de hablantes cotidianos. Eso hace que el yiddish y el muinane sean, lamentablemente, lenguas marginales y casi moribundas. En mi vida he leído varias veces la triste noticia de una gran pérdida de patrimonio cultural: la muerte del último hablante de una lengua. En la Amazonia esto ocurre cada pocos años, por colapso demográfico o por la imposición violenta del portugués o del español.
La semana pasada asistí a la experiencia de dos acontecimientos parlamentarios similares. El primero, en la Unión Europea, al oír el discurso sobre el estado de la unión de la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. Sus palabras ante el parlamento europeo en Estrasburgo fueron pronunciadas sin acento en tres lenguas: inglés, alemán y francés. Pero en los escaños uno movía una perilla y los traductores simultáneos hablaban en italiano, portugués, polaco, griego, etc. Esto, y la pacífica forma en que se debatían las diferencias en esa sede, me recordó las palabras de un poema de Borges:
En el centro de Europa están conspirando. / El hecho data de 1993. / Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas. / Han tomado la extraña resolución de ser razonables. / Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades. / Los países ahora son veintiocho. El de Ucrania, el último, es una de mis patrias. / Mañana serán todo el planeta. / Acaso lo que digo no es verdadero. / Ojalá sea profético. El lector avisado comprenderá que he cambiado una fecha y unas cuantas palabras. Borges en su poema hablaba de Suiza, pero sé que él no se molestaría si ahora su profecía pudiera ampliarse a buena parte de Europa. La Unión Europea se parece a ese sueño de Borges, que murió en 1986 y por lo tanto no pudo verlo realizado.
El otro acontecimiento, un poco tardío para la historia de España, ocurrió el martes pasado en las Cortes españolas. Al fin los catalanes, los vascos y los gallegos podían dirigirse a los diputados en otras lenguas tan españolas como el mismo castellano: el catalán, el euskera y el gallego. Sobre todo en el caso del euskera, los parlamentarios españoles tenían que acudir al pinganillo, como dicen allá, para poder entenderles a sus colegas. En las Cortes españolas, como si fueran un pequeño Parlamento Europeo, había que acudir también a los traductores simultáneos, esos increíbles constructores de puentes instantáneos entre mundos distintos.
Cuando un país, a estas alturas de la historia del mundo, insiste en ser imperial y colonialista, invade con el ejército y con su lengua países que han resuelto ser independientes. La lengua materna del presidente ucraniano, Zelenski, era el ruso. Ante la invasión de Putin, y como reacción a que una superpotencia trate de imponer su cultura, su lengua y su tipo de gobierno (autoritario) a un país soberano, se entiende que muchos ucranianos quieran ahora olvidar el ruso. Ser bilingües es siempre una ventaja, pero es normal no querer hablar en una lengua que te imponen como ladrones: la lengua o la vida. Si España impusiera el español con su ejército, me parecería normal que los catalanes olvidaran de repente el castellano.