El jueves pasado leí una noticia que, con toda su carga de irónica amargura, parece inventada. Es más, parece una fábula o una alegoría. Es como si alguien se la hubiera imaginado para que los niños comprendan adonde conduce el camino del pesimismo, del fatalismo, o más aún, del pensamiento trágico. Cuando uno se concentra en la cadena de los horrores posibles, las visiones infernales se convierten en una profecía autocumplida.
Contada en pocas palabras, la historia verídica es la siguiente: un campesino de San Luis, Antioquia, de nombre Arturo Aguirre, por oscuros motivos se convence de que se acerca el fin del mundo. Por contradictorio que parezca, él cree poder evitar ese destino construyéndose un refugio donde poder esconderse. Le informa a su familia que va a fabricarse un búnker. Como ya conocen sus excentricidades, la familia no se alarma por el hecho de que cada día Arturo desaparezca durante varias horas. Lo cierto es que el hombre, en un paraje lejano y aislado del pueblo está, efectivamente, cavando una cueva subterránea. Alguien que pasa casualmente por ahí lo ve de lejos con sus herramientas (el pico, la pala, el azadón, el balde) dándole golpes al mundo. Una noche el señor Aguirre no vuelve a la casa. La familia se alarma; se moviliza el pueblo. Al fin los bomberos dan con el sitio donde Arturo se estaba construyendo el búnker. Cavan ellos también y, a tres metros de profundidad encuentran el cadáver de Aguirre. La tierra de su refugio se había derrumbado sobre él, sepultándolo en vida.
Para alguien que sufre de sueños, pesadillas y pensamientos apocalípticos, como quien esto escribe, la alegoría real que acabo de contar parece hecha al dedillo para no engolosinarse en ese tipo de obsesiones, quizá en parte justificadas por los datos reales, pero muy dañinas. Sería muy fácil escribir la moraleja de está fábula verdadera: uno se hunde solo en su propio pozo de desesperación, si solo se concentra en los posibles horrores de la naturaleza, las guerras o la maldad humana, hasta tal punto que sus paredes se derrumban sobre nosotros.
Leo día tras día las noticias de las tragedias del mundo. Hace un par de siglos uno sabía rápido, si mucho, lo que ocurría en su propia aldea. Los horrores de Corea, de Ucrania, de Palestina o Sudán, llegaban, si llegaban, en barcos de vela y a lomo de mula, con años de retraso, como la luz de las estrellas lejanas. Las noticias de una masacre en Armenia o en Egipto, de una batalla en Waterloo, eran casi capítulos de una novela histórica ocurrida en otro siglo. Meses después, y a duras penas, la gente sabía lo que había pasado en las batallas de Junín o de Ayacucho. Lo del Pantano de Vargas se sabía en Antioquia una semana más tarde, como mínimo. Ahora nos caen encima avalanchas de sangre y lodo, día tras día, y vemos los niños que se mueren de hambre en Gaza, de misiles en Kyiv, de masacres en Alaska o en Amalfi. Todo esto, acompañado con los discursos sobre el fin del mundo que declama en directo y durante horas el señor presidente, caen sobre nuestras cabezas como baldados de espanto.
Dan ganas, de verdad, de construirse un refugio subterráneo, llenarlo de enlatados y granos duraderos para sobrellevar diez años de invierno nuclear, después de un ataque respondido por error según la doctrina de la mutua destrucción asegurada. ¿Así quién anima a sus hijos a tener hijos? El búnker se parece, al menos, al mito del agujero que el avestruz cava en la arena para no ver la honda y la piedra del cazador que va a matarla.
Mientras la Inteligencia Artificial nos reemplaza en todos los oficios habidos y por haber (incluso en este de escribir artículos) quizá nos queda algo todavía irreemplazable: vivir el instante en que seguimos vivos, piel con piel, ojos mirándose a los ojos, niños en el regazo, contándonos historias. Por ejemplo la fábula del señor de San Luis que se quiso salvar del fin del mundo cavando un búnker que resultó ser su propia tumba.