LAS IGLESIAS VACÍAS Y SIN MISA SON un buen sitio para pensar.
Para eso han sido diseñadas, supongo, como las bibliotecas: para que el espíritu se eleve, en vez de concentrarse en el propio ombligo, un nudo ciego sin mucho interés. En la imponente catedral de Metz miro los vitrales de un artista que nunca me ha exaltado, Marc Chagall, pero que hoy me gusta, sobre todo por la presencia de Jeremías en las imágenes, ese profeta que se lamenta por la destrucción de la ciudad. Me imagino que Chagall escogió al profeta de las Lamentaciones por la cercanía de Verdun, aquí en la Lorena.
Los franceses son sutiles. Si se traen a un grupo de escritores colombianos a visitar Verdun el 11 de noviembre (día de fiesta nacional en que se celebra el final de la Primera Guerra Mundial), creo que puede ser para que ese estilo quejumbroso que tenemos nosotros (el horror de Colombia, el país más violento del mundo, el infierno nacional, las masacres, los secuestrados, los desaparecidos, los desplazados, en fin, todas nuestras miserias) pueda ser visto en unas dimensiones más realistas y menos lloronas.
Algunos de ustedes recordarán que en la Batalla de Verdun (1916) murieron cientos de miles de alemanes y franceses, y otros cientos de miles quedaron mutilados y lisiados de por vida. En esta sola batalla perecieron más personas que todas las que han muerto en Colombia en los últimos 30 años de combates entre guerrilleros, militares y paramilitares. En la disputa de una colina los soldados de ambos bandos caminaban por encima de los cadáveres caídos en los asaltos anteriores y los solos cuerpos apiñados entre la chatarra aumentaron un metro y medio la altura de la montaña. En el monumento a la memoria de Verdun hay kilómetros de huesos sin nombre, apilados a lado y lado, y todavía hoy es posible hallar calaveras y tibias en los bosques circundantes. En esa carnicería, en esa máquina de muerte europea, medio millón de familias francesas y alemanas perdieron a sus hijos más jóvenes, muchos de ellos menores de 20 años.
Después de ver el campo de batalla de Verdun, veo los vitrales de Chagall en la catedral de Metz y recuerdo las Lamentaciones de Jeremías en la Biblia: los hijos han perdido a sus padres, los padres a sus hijos; hay que comprar el agua y pagar la leña; nos quitaron las casas y la tierra. ¿A eso vinimos los escritores colombianos a Francia? ¿A lamentarnos como Jeremías de nuestras desgracias nacionales? Me niego a hacerlo y prefiero hablar de otras cosas.
En la misma Lorena nos dan una comida con quesos de la región, un pan perfecto y vino de Alsacia. En ese momento se me viene a la cabeza un viejo apunte de Alberto Aguirre que parece banal, pero que bien pensado no lo es: “¿Qué se puede esperar de un país que no produce queso sino quesito?”. Y mezclando a Aguirre con Verdun, se me ocurre otra pregunta parecida: ¿Qué se puede esperar de un país que no ha tenido guerras, sino guerrillas, es decir, guerritas? Claro que uno puede envidiarle a Francia sus quesos, pero no la Batalla de Verdun. Es una bendición que nuestras guerritas no hayan sido nunca como las guerras de ellos (70 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial). Pero no puede ser que nuestra situación se convierta en una jeremiada permanente, en una quejadera eterna por nuestra violencia insoluble y de mediana intensidad.
Visto desde Francia, Colombia parece un país empantanado en sus propias pequeñeces: quesitos y guerrillas y guerritas. Un país chiquito, lleno de mezquindades entre ricos de medio pelo, falto de rigor y de eso que los franceses llaman “Grandeur”. Sí: quizá, en un país tan grande como el que tenemos, lo que más falta nos ha hecho es grandeza. Todo lo hacemos estrecho: las avenidas, los parques (tan estrechos que les decimos parques a lo que apenas son plazas). Vista desde Verdun, incluso nuestra horrible violencia parece una guerrita sin heroísmo, sin grandeza y sin futuro. Quesos y guerras las de Europa: lo nuestro es el quesito y la guerrilla.