Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hubo una vez, a finales del siglo pasado, tras los acuerdos de Oslo, en que al fin se vislumbró una solución a medio siglo de injusticia de Israel con los palestinos y de los países árabes con Israel. Un hombre justo, Isaac Rabin, primer ministro de Israel, y su ministro de Relaciones Exteriores, Shimon Peres, firmaron con Mahmud Abás y Yasir Arafat, en presencia de Bill Clinton, las bases para una posible paz: el embrión de un gobierno y luego de un Estado palestino en la franja de Gaza y en una parte de los territorios ocupados ilegalmente por los asentamientos israelíes.
El gran enemigo de Isaac Rabin y de esos acuerdos, que eran una base equilibrada y justa para la paz en la región, un punto de partida ecuánime, se llamaba y se llama Benjamin Netanyahu. Netanyahu siempre ha sido lo que Rabin no era: corrupto, aliado de la derecha religiosa y chovinista, mentiroso, charlatán, violento. En las manifestaciones organizadas por su partido, el Likud, contra Rabin, vestían a este con uniforme de las SS y lo equiparaban a Hitler. Netanyahu fue más allá. En julio del 95 organizó una procesión fúnebre con un ataúd en el que supuestamente iba Rabin. Lo acusaron de todas las mentiras y todos los oprobios. Crearon el clima ideal para que lo mataran.
El 4 de noviembre siguiente, al final de una manifestación a favor de los Acuerdos de Oslo, un fanático religioso y nacionalista (de los mismos que hoy son el gran apoyo de Netanyahu para la destrucción de Israel como estado democrático), le perforó los pulmones con tres tiros de una pistola Beretta. Rabin murió desangrado en la sala de cirugía. Los rabinos extremistas de la extrema derecha habían decretado contra Rabin una especie de fatwa judía que justificaba el asesinato del primer ministro. Son el mismo tipo de extremistas religiosos que hoy pretenden, y están consiguiendo, que Israel se convierta en un estado autoritario, sin contrapeso alguno, racista, homófobo, y dominado por los fanáticos religiosos que no pagan impuestos, no trabajan (se mecen en la perpetua recitación de los versículos), tienen decenas de hijos y no prestan servicio militar. En el bolsillo de Rabin se halló una hoja manchada de sangre con la letra de una canción a favor de la paz, “Shir LaShalom”.
Al parecer, el horrible sacrificio de Rabin no ha servido de nada. Al contrario, al cabo de 30 años, sus mayores enemigos no solo están en el poder, pese a que se haya demostrado una y otra vez su incompetencia y su vergonzosa corrupción, sino que además quieren remachar ese poder aprobando por mayoría simple leyes que están destruyendo el estado de derecho en Israel. Leyes que pretenden oprimir aún más a los israelíes de origen árabe; leyes que tildan de no judíos a los judíos ateos o seculares; leyes que irrespetan a musulmanes y cristianos; leyes contra las minorías LGTB; leyes contra cualquier control del ejecutivo por parte de la rama judicial, que hasta ahora ha conservado la independencia, pero que con estas leyes infames va a perder toda posibilidad de contrarrestar al ejecutivo, que ahora Netanyahu y sus aliados fanáticos religiosos quieren volver una dictadura por mayoría.
Lo mejor de Israel, un país que he visitado dos veces, que conozco y respeto, la parte más digna de ese país cuya existencia fue aceptada por la comunidad internacional como compensación al genocidio nazi y al antisemitismo asesino de siglos de fanatismo de otras religiones (la cristiana en particular), lo más respetado y respetable de Israel está en las calles protestando por la destrucción de su democracia, defendiendo los valores irrenunciables de la libertad de conciencia, de prensa, de religión, de opinión, de cátedra, de elección sexual, etc. En Israel, como en Ucrania, como en muchas otras partes del mundo, se libra una batalla entre la luz y la oscuridad. Lo más grave es que parece que en Israel están venciendo las fuerzas oscuras del fanatismo. Una desgracia para Israel y para toda la humanidad.
