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Las brujas de Brueghel

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Héctor Abad Faciolince
01 de noviembre de 2015 - 02:00 a. m.
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Hoy es el Día de Muertos, o de las Ánimas, o de los Fieles Difuntos.

Y ayer, la víspera, era el Día de las Brujas, que otros llaman Halloween. En los países del hemisferio norte se termina el verano y con el otoño empieza el frío, un tiempo propicio para pensar en la muerte. Esta celebración entre pagana y cristiana, me coge en los Países Bajos, y coincide con una exposición en el Convento de Santa Catalina en Utrecht: “Las brujas de Brueghel”.

¿De dónde habrá salido la idea de que hay brujas? Tal vez las primeras brujas fueron, tan solo, mujeres inteligentes. Habrán empezado, digamos, como simples observadoras atmosféricas. Por ciertas nubes y síntomas del viento, podían decir que venía una tormenta. Pero si una mujer es capaz de predecir el mal tiempo, ¿no podrá ser también una hechicera capaz de propiciarlo? Resulta lógico pensar que si alguien puede hacerte un favor, un beneficio, sería también capaz de hacerte algo malo, un maleficio.

Según se cuenta en esta exposición, el gran auge de la cacería de brujas en Europa coincide con un fenómeno climático de más de medio siglo (entre 1560 y 1630) que ha sido llamado “Pequeña Edad de Hielo”. Si hoy somos testigos del calentamiento global, en esos años se vivió un breve enfriamiento global. Los inviernos de los países nórdicos fueron particularmente fríos, con grandes nevadas, vendavales y tormentas. Los ríos congelados impedían el transporte de alimentos y combustible. Vinieron entonces las hambrunas, la carestía, las enfermedades, y una gran mortandad de personas y animales.

En medio del malestar social y del cambio climático, que no podía ser explicado como un fenómeno natural, había que buscar un culpable y nada mejor que echar mano de las malas mujeres, de las brujas. La discusión se centraba en si solo Dios podía influir sobre el clima. Se concluyó que no, que el diablo también era capaz de producir calamidades. ¿Y quiénes tenían pactos con el demonio? Para ciertos predicadores algunas mujeres se entregaban sexualmente al diablo a cambio de poderes: volar o predecir el futuro. Los que dudaban de la existencia de las brujas no se atrevían a hablar, pues negar a las brujas era lo mismo que negar al demonio y su capacidad de hacer daño.

Hubo muchas publicaciones que enseñaban a identificar, interrogar y reconocer a las brujas. Bajo tortura se obtenían confesiones. Y la única manera de deshacerse de los maleficios de las brujas era quemándolas vivas. En la exposición se exhibe un potro para interrogar brujas. Miles de mujeres (la proporción era de más del 90% de brujas y un pequeño porcentaje de magos) fueron quemadas en la hoguera. Pobres, ricas, viejas, jóvenes, bonitas, feas… ninguna se salvaba.

Y como en realidad nadie sabía cómo eran las brujas, un gran pintor, Pieter Brueghel el Viejo, resolvió estudiar tratados de demonología para dibujarlas. El gran poder de su imaginación llega hasta nuestros días. Brueghel fue el primero en pintarlas con los atributos que todavía hoy existen en la iconografía popular: la escoba para volar, el caldero donde cuecen sapos y serpientes, la chimenea por donde entran o salen, la fogata y el gato negro. Los grabados de Brueghel dan inicio a infinidad de cuadros relacionados con las brujas, que llegarán hasta los aquelarres de Goya y hasta nuestros días. De hecho una de las primeras cacerías masivas de brujas en Europa ocurrió en el pueblo vasco de Zugarramurdi, que Goya pintaría siglos después. Besar el ano de un macho cabrío era uno de los actos iniciáticos para hacer pactos con el diablo.

No hace mucho en un pueblo antioqueño fue asesinada una mujer que tenía fama de bruja y de hacer maleficios. El mismo dicho popular, “no hay que creer en brujas, pero que las hay, las hay”, indica que la semilla de la locura irracional sigue viva. Tiempos como los que vivimos, de cambio climático y tensión política, se prestan bien para que renazca algún tipo de cacería de brujas.

 

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