Casi el 70 % de la tierra firme del orbe está en el norte. La misma Colombia, salvo una franja de la Amazonia que se proyecta hasta Leticia, está toda en el norte y no en el sur. Quizá por eso, cuando Kissinger decía que nunca nada importante había venido del sur, tenía razón en términos estadísticos obvios: al 30 % de la tierra le resulta más difícil producir más ciencia, cultura, dinero y ejércitos que al resto del mundo, y más si se tiene en cuenta que casi el 90 % de la población mundial está en ese mismo hemisferio norte. Sin embargo, es probable que la aportación más grande a la historia, el Homo sapiens, provenga del sur (en lo que hoy son Tanzania y Kenia, debajo del ecuador, y Etiopía, al norte).
Doy este rodeo geográfico para entender también por qué no es nada extraño que las grandes lenguas imperiales provengan del norte (inglés, español, chino, ruso, portugués, francés), ni tampoco costumbres como las religiones y creencias culturales más arraigadas: el cristianismo, el budismo, el islam, el judaísmo, la filosofía griega o el confucianismo, la Ilustración, el marxismo, el liberalismo, las ciencias duras, el ateísmo, la música tonal, etc. Y que ciertos rituales que nos cuesta entender en el trópico, provengan también del paso de las estaciones en las zonas templadas del hemisferio boreal.
Para avivar la imaginación es necesario que en el relato de la Navidad Jesús nazca en pleno invierno (y por eso en nuestros pesebres ponemos nieve hecha con algodón). También es normal que la Pascua de Resurrección coincida con el final del invierno y el regreso de la primavera. Así mismo, el día de los muertos se celebra en la transición del frío al calor, del otoño al invierno, cuando en el norte los días se hacen más cortos (amanece más tarde y el sol se pone pronto), se acaban las cosechas y en esa llegada de penumbra y frío es más fácil pensar que las almas regresan o que las debemos evocar, visitar. En un país tropical como el nuestro estos tránsitos los anuncian las fechas, pero no el clima. Para nosotros el clima no está ligado al tiempo, sino al espacio, pues subimos al frío o bajamos al calor.
En el ingenioso sincretismo que los conquistadores católicos pactaron con los indígenas americanos, las peregrinaciones prehispánicas a diosas de estas tierras se convirtieron en romerías a distintas vírgenes importadas de la península (un ejemplo canónico es la virgen de Guadalupe, original de Extremadura). O la víspera del día de todos los santos convertida en Norteamérica con el día de las brujas; o el día de los difuntos y de las ánimas del purgatorio fusionado con el día de las calaveras y los muertos. Las distintas tradiciones y culturas luchan entre ellas y algunas se imponen sobre otras. Los comerciantes calculan cuál es el rito que más plata les da: ¿los disfraces y plásticos del Halloween o las flores de los altares y del día de los muertos? Cuanto más rico y más presente esté en los medios un país, más es fácil que se imponga su tradición, pero uno, en privado o en familia, puede escoger lo que más le guste. O nada, que también es una opción.
Yo no celebro nada, pero no me siento orgulloso de este vacío ritual. Me gustaría tener alguno. Ir a la tumba de mis padres, limpiarlas de maleza, llevarles flores y sentir que me ven y que me oyen. Lo quisiera creer. Disfrazarme de bruja o de fantasma, como un niño, e ir a una fiesta y atiborrarme de azúcar hasta sufrir un coma diabético. Soy incapaz. Pero quizá lo que más me gustaría sería poder construir en mi casa un altar de muertos, como hacen mis amigos mexicanos, entre calacas, catrinas, flores, colores y esqueletos, y poner allí las fotos de algunos muertos recientes que me visitan en los sueños, en los recuerdos o en la obsesión. Como esta foto de un altar de muertos que acaba de mandarme de ciudad de México una amiga mexicana de origen ucraniano, Carla Zarebska, en cuyo centro se ve a Victoria Amélina, la escritora a quien le hice, a mi manera, un altar de palabras y un rezo.