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Las jefas del hogar

Héctor Abad Faciolince
19 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Piensen en alguna novela importante de cualquier época y de cualquier país. María o Cien años de soledad, en Colombia; Pedro Páramo, en México; el Quijote, en España; Anna Karenina, en Rusia; Madame Bovary, en Francia; Los Buddenbrook, en Alemania; Jane Eyre, en Inglaterra, o Conversación en La Catedral, en el Perú… En general las novelas (las citadas e infinidad de otras en muchas culturas) empiezan por contarnos cómo está compuesto el hogar del personaje del que nos van a hablar. Puede ser un hombre solo —como Adán en el Génesis— o una mujer sola, como doña Bárbara; puede ser un hogar compuesto por puras amigas (un grupo de estudiantes universitarias); puede ser una familia nuclear, con padre, madre e hijos; o amplia, e incluir abuelos, primas, sobrinos, tías, criadas, niños recogidos… como en García Márquez.

El DANE, en el censo, distingue entre familia y hogar. La familia tiene que ver con los lazos de parentesco (de sangre, de afinidad o adopción) y aunque no vivan en el mismo sitio, e incluso si no se quieren, siguen siendo familia. Los hijos de uno son parte de la familia aunque vivan en la Cochinchina. El hogar, en cambio, se define como “una persona o grupo de personas, que pueden o no tener vínculos de consanguinidad, que ocupan la totalidad o parte de una vivienda, comparten las comidas y reconocen como autoridad a una sola persona (jefe del hogar)”. Un grupo de amigos en una misma vivienda, que condividen gastos y comida, conformarían entonces un hogar. Creo que una definición más amplia debería permitir una jefatura del hogar compartida por dos o más personas, pero esta posibilidad no está incluida en el censo. El jefe o la jefa del hogar será la persona que digan los integrantes del hogar.

Con esta definición, según la noticia publicada esta semana, cuatro de cada diez hogares colombianos tienen una mujer como jefa. Esta es la confirmación de una tendencia creciente en los últimos decenios: cada vez hay más mujeres a la cabeza de los hogares colombianos, y esto ocurre tanto en hogares familiares, como en hogares unipersonales o en hogares no familiares. Esta es la gran transformación cultural de nuestra época: mujeres que viven solas, mujeres que crían solas a sus hijos, mujeres que viven juntas y conforman un núcleo familiar.

Si pienso en los distintos hogares en que está dispersa mi familia en los últimos 20 años, veo que la mitad de mis hermanas criaron solas a sus hijos durante años. Veo a una madre viuda llevando las riendas de su casa. Veo a la madre de mis hijos viviendo sola con ellos. Veo a mi esposa viviendo sola con sus hijos… La tendencia de la sociedad está, pues, reflejada también en buena parte de mi ámbito familiar. Es esto lo que quisiera entender mejor ahora y lo que las novelas contemporáneas, quizá, han empezado a contarnos y a explicarnos.

Pienso por ejemplo en La perra, la hermosa novela de Pilar Quintana, de una no madre en el Pacífico colombiano. Pienso en los desgarramientos autobiográficos de Piedad Bonnett, ante la pérdida de un hijo, en Lo que no tiene nombre, o de Sara Jaramillo Klinkert, ante el asesinato y la ausencia del padre, y la disolución en las drogas de un hermano, en Cómo maté a mi padre. Y pienso también en muchos hombres solos extraviados, mendigos del sexo de incontables mujeres, en una existencia sin brújula, sin los pies en la tierra y con la cabeza en el ron, de muchas novelas de mis congéneres varones en Colombia. Como si los machos, reducidos a una condición de inseminadores irrelevantes, de divorciados múltiples hundidos en una incurable inmadurez, de ocasionales zánganos, de viejos reverdecidos a fuerza de Viagra o, peor, de acosadores incapaces de enamorar, al dejar de ser los “jefes” que siempre pretendimos ser, hubiéramos perdido no solo el papel, sino también el destino. Basta comparar a Trump con Merkel, o a Bolsonaro con Bachelet, para ver lo ridículos e inútiles que son los pocos machos alfa que sobreviven en el mundo.

 

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