La última ocurrencia del presidente (cada quince días tiene una distinta cuyo único propósito es poner a pelear a los colombianos) es que va a ir a la ONU a autodenunciarse, es decir, a denunciar al país que él mismo representa, porque un ente abstracto (el Estado) que él gobierna no ha cumplido con el Acuerdo de Paz firmado por otro representante de ese mismo Estado, por lo cual a Colombia se la debe sancionar con el premio de convocar a la fuerza la constituyente que Petro quiere. A ver, ¿en serio todos estamos peleando por semejante delirio? Cuando el director de un manicomio se enloquece, lo único que consigue es que los locos a su cargo se alboroten más.
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La ONU tiene problemas un poquito más grandes que verificar si un acuerdo del que fue amable testigo lo está cumpliendo este o lo incumplió el gobierno anterior. El Consejo de Seguridad de la ONU no consigue que un bárbaro como Netanyahu deje de matar miles de civiles, la mayoría niños, mujeres y ancianos; que deje de bombardear universidades, escuelas, hospitales; no logra parar estos crímenes ordenados directamente por él, ¿y va a venir acá con sus cascos azules o lo que sea a castigar al Estado colombiano porque Duque y Petro no convirtieron en hechos (en cosas) las palabras del Acuerdo de Paz?
Los acuerdos de cualquier tipo, no solo el Acuerdo de Paz sino la misma Constitución, todas las leyes, son palabras que aspiran a concretarse en realidades. En la Constitución se habla de paz (de obligatorio cumplimiento), de salud, agua, educación y vivienda para todos; la Constitución y las leyes ordenan que aquí no secuestren ni maten a nadie, que no haya extorsiones ni atracos; nos animan a todos los sueños imaginables, y los gobiernos, bien o mal, según el mandato que un pedazo del pueblo (lo que Petro llama el poder constituyente) les da, intentan un método que su conciencia o su ideología o incluso sus intereses les dictan para generar ese paraíso futuro, para intentar convertir en cosas y en hechos las hermosas palabras de los acuerdos, las leyes y la Constitución. Y algo consiguen, o nada, o tal vez al final de su mandato quedamos peor que antes y entonces los electores los premian o los castigan según su criterio.
Ahora este Gobierno trata de convencernos de que sus propuestas no son palabras o intenciones sino que basta proclamarlas para que sean hechos. ¡Tierra para los campesinos! Se pronuncia el conjuro y listo, millones de campesinos aparecen produciendo maíz y papa; salud para todos gracias a su reforma, si se la aprueban, o a la fuerza con argucias y decretos de sus ministros. Pero el asunto es ver si tales milagros del Gobierno del cambio, si tales cambios concretos producen de hecho en la realidad una salud mejor o peor, un campo menos o más productivo, comunidades más pacíficas o más enfurecidas, unas escuelas y universidades mejores y más funcionales y con mejores estudiantes y graduados, o todo lo contrario. Proclamarse “el Gobierno del cambio” no basta para garantizar que esos cambios sean buenos. Hay cambios para bien y cambios para mal. Ya se verá en los hechos.
Así que no nos dejemos enloquecer ni enredar por las palabras delirantes que se creen hechos. Los discursos no son cosas. Los molinos no son gigantes porque un loco los vea así. ¿Petro prometió una Colombia potencia mundial de la vida, un país sin hambre, un lugar para vivir sabroso, sin feminicidios y sin campesinos sin tierra, sin líderes sociales asesinados? Magnífico, convierta en hechos esas palabras. Gobernar es entender lo difícil que es cambiar la realidad. Petro debería dejar de incendiar con sus palabras al país cada semana y concentrarse en tratar de convertir en hechos sus propuestas. Debería hacerse cargo de su incompetencia y de la ineficacia de su equipo de gobierno y no echarles la culpa a los demás porque no consigue convertir sus proclamas en hechos. Eso es la locura: la incapacidad de distinguir las intenciones, las palabras y la realidad.