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Legalizar el ‘doping’

Héctor Abad Faciolince

16 de agosto de 2008 - 03:31 a. m.

LA DISTINCIÓN ENTRE LO “NATURAL” y lo “artificial” tiene límites difíciles de definir. No es natural, por ejemplo, lavarse los dientes. Usar cepillo y dentífrico es una costumbre muy reciente entre los seres humanos, que la cultura ha descubierto como benéfica para mantener una dentadura libre de manchas y de caries.

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Demos un paso más: tampoco los productos químicos para blanquearse los dientes son naturales, pero a casi nadie le molesta que una muchacha luzca unos dientes resplandecientes, así se los haya enderezado con ortodoncia y blanqueado con peróxido de hidrógeno. Incluso es preferible un abuelo con caja de dientes a un abuelito desdentado.

A las reinas de belleza no les prohíben participar en los concursos si se han quitado con cirugía una llanta de más en la cintura o si se han puesto con iguales métodos unos cuantos decímetros cúbicos en los senos o en la cadera. A algunas personas les molestan estas ayudas quirúrgicas, pero no dicen nada si se trata de una operación de nariz que no se nota o de una corrección de miopía con varios toques de láser en la córnea.

Aunque el doping no es una ayuda cosmética, puesto que hay drogas que efectivamente mejoran el rendimiento, también ahí es difícil definir las fronteras netas entre lo natural y lo artificial. Veamos, por ejemplo, el caso del hematocrito, que es el porcentaje de glóbulos rojos en la sangre. Es deseable que un atleta tenga un porcentaje alto de glóbulos rojos puesto que son éstos los que llevan el oxígeno de los pulmones a los músculos, y el oxígeno es la gasolina del cuerpo. Al mismo tiempo, es también conveniente tener una sangre diluida, para evitar trombosis. Hay una manera “natural” de aumentar el hematocrito: viviendo en alta montaña. Si uno se va a vivir seis meses por encima de los 3 mil metros, en un páramo de los Andes, acaba con un hematocrito de más del 50%, cuando el normal a nivel del mar es del 40%. El mismo efecto que se obtiene viviendo a gran altitud, se puede lograr inyectando una hormona, EPO. El método de la mudanza es permitido, el método químico no, ni el de las autotransfusiones de sangre, pero esta decisión es caprichosa.

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Hay dos motivos que se aducen para prohibir el doping: el primero es que es una competencia desleal, pues los que se dopan les llevan ventaja a los que no; el segundo es que los deportistas ponen en riesgo su salud. Sobre lo primero puede decirse que, con los deportistas de alto rendimiento, el problema no es doparse, pues en general todos se dopan; el verdadero problema para médicos y entrenadores es cómo enmascarar el doping (con químicos que escondan químicos) para que éstos no resulten positivo en los controles. A veces lo que hace que deportistas del primer mundo les ganen a deportistas del tercero, es que los del primero tienen técnicas más modernas, no tanto de doparse, como de no ser descubiertos en las pruebas.

Y en cuanto al peligro, como señalaba esta semana John Tierney en el New York Times, el riesgo de que estas drogas hagan daño a la salud de los deportistas es inferior al riesgo que corren por practicar deporte. Es decir, hay más riesgos fatales por boxear, jugar al fútbol o caerse de una bicicleta, que por tomar hormonas que aumenten el tamaño de los músculos. Además, decía el mismo comentarista, “la sociedad acepta que se intercambie el peligro a cambio de la gloria” y los deportistas con tal de triunfar, siempre han aceptado el riesgo, y siguen escalando el pico más peligroso del Tíbet, aunque uno de cada cuatro muera en el intento.

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Dos de las revistas científicas más prestigiosas del mundo han puesto en duda la efectividad de los test antidopaje, y el verdadero daño que el doping les hace a los atletas. Tanto para Nature como para The Lancet sería preferible legalizar el doping, y darles cuidados médicos abiertos a todos los deportistas, para prevenir los verdaderos riesgos. La mayoría de los superhombres y las superhembras que vemos triunfar en los Olímpicos han recibido algún tipo de ayuda química ilegal, pero éstas rara vez se detectan.

Nada más inútil que prohibir algo cuando el fraude no se puede controlar efectivamente y lo único que hay es una fuga hacia adelante para salir limpios en las pruebas. Muchos expertos empiezan a pensar que lo mejor es legalizar el doping y controlar sus efectos. En todo caso, dicen, por muchas drogas que se tome un atleta mediocre, nunca conseguirá los resultados de uno grande. No es el doping lo que hace de Phelps un atleta extraordinario; es una mezcla de genes que lo favorecen, con una disciplina de hierro, que lo han hecho entrenar cinco horas diarias durante los últimos quince años. Aunque quizá tampoco la disciplina sea un mérito: es posible que ésta venga escrita también en nuestros genes.

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