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Irene Vallejo estuvo en el Hay Festival de Medellín y yo fui a oír su charla en un inmenso auditorio al que no le cabía un alma. Decir que ella es encantadora e inteligente sería repetirme, así que no es de ella de lo que voy a hablar, sino del regreso a los sitios donde uno antes trabajó. Sí, porque la charla de Vallejo era en una universidad donde yo trabajé en tres ocasiones y períodos distintos: primero como editor de libros, después como tutor en un taller de escritura y finalmente como bibliotecario.
En cada uno de estos trabajos estuve unos tres años solamente, porque soy inconstante. Trabajo muy bien si me mueve el entusiasmo, pero un día, de repente, me domina el desánimo. Las cosas que empiezan a repetirse de un modo muy parecido acaban por aburrirme. Me dirán que “repetirse de un modo muy parecido” es una redundancia. Primero: en aras de la claridad, me gusta ser redundante. Y segundo: no es una redundancia, y lo explico con un ejemplo: los almuerzos se repiten cada día, pero no tienen por qué ser iguales. Incluso si comemos lo mismo, nos puede saber distinto. Me fui de esos trabajos cuando cada almuerzo me empezó a saber a mazamorra cada día.
De esos tres trabajos, los tres exaltantes durante un tiempo, el que más disfruté fue el más humilde y el más mal pagado: el del taller literario. Recuerdo muy bien que el primer día del curso me acompañó el rector, Juan Luis Mejía, a dar la bienvenida a los talleristas. Y tampoco se me olvida que ese mismo día yo le entregué a cada estudiante un pequeño regalo: una libreta con un bolígrafo. Es de este objeto maravilloso, la libreta de apuntes, de lo que quiero hablar hoy, feliz de no caer en la tentación de escribir de política en este país (como en todos los otros) en el que este tema nos pone siempre los nervios de punta. La indignación es la madre de la ira. Y la ira nos mata.
Obviamente, los que me quieren saben que yo escribo mis libros sin saber cómo, de un modo muy inconsciente; y los que me odian saben que escribo muy malos libros. Por eso lo que menos quería yo en ese taller era enseñar a escribir cuentos, poemas, ensayos o novelas. Creo que es posible enseñar a redactar claramente, con buena gramática y buena ortografía, pero ¿enseñar a escribir una novela? No estoy muy seguro, y en todo caso yo no sería la persona adecuada para enseñar eso, por el simple motivo de que no sé cómo se hace. Al menos yo lo hago sin pensarlo mucho. Además, mi propósito al abrir ese taller no era enseñar nada. A mí no me gusta enseñar, sino aprender.
Pero el tema era las libretas. Disponer de una libreta en blanco y de un bolígrafo lleno de tinta es tener ante nosotros el germen de un primer libro escrito a mano. Creo que eso fue lo único que les quise enseñar, porque a mí me ha servido: tengan siempre a mano una libreta y escriban en ella lo que se les ocurra. Escriban en ella los ejercicios que les voy a proponer. Y les puse un video mudo y les pedí que explicaran, que me explicaran, qué era lo que estaba pasando ahí. Creo que todos entendimos cosas distintas.
Hay un relato de Joan Didion (On Keeping a Notebook) que explica por qué es importante, para uno mismo y para nadie más, llevar siempre consigo una libreta de apuntes. En primer lugar, antes que cualquier cosa, hay que escribir solo para uno mismo. Después, a lo mejor, y a partir de ahí, también para los otros. Al salir de la charla de Irene Vallejo no quise hacer la fila para las firmas, porque estaba larguísima. Y en cambio tuve la alegría de ver a una de mis primeras talleristas, Juliana Restrepo, que ya publicó su primer libro y que ahí, de pie, me enseñó algo nuevo y útil, que se parece a llevar siempre una libreta en la mano: tener WhatsApp solo para uno mismo. Es fácil, me dijo: se abre un grupo de WhatsApp y se borra a todos los demás participantes menos a uno. Ahí recordé que al abrir ese taller de escritura yo no fui a enseñar nada, sino a aprender lo que los jóvenes saben y yo ignoro.
