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Lo contrario de la vida

Héctor Abad Faciolince

13 de febrero de 2022 - 12:30 a. m.

Tuve el privilegio de asistir una vez a una conversación entre una mujer católica, Cecilia Faciolince, con un hombre agnóstico, Carlos Gaviria, sobre el final de la vida, el dolor y la muerte. La tesis de la primera —mujer al fin y al cabo— era que el dolor no carecía de dignidad y de sentido. Así como la condena divina al hombre, en el Génesis, “comerás el pan con el sudor de tu frente”, termina siendo la bendición del trabajo, de la misma manera, la condena divina a la mujer, “parirás con dolor”, acaba por ser también la enseñanza de que el dolor tiene sentido, pues a ella ese dolor le había dado lo mejor que tenía: sus hijas. El dolor, como mecanismo evolutivo o como creación divina, es el guardián de la vida. Los que no sienten dolor, se mueren niños.

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Carlos sostenía que, si ese dolor era hoy en día evitable, con anestesia, su uso no le restaba sentido a la maternidad. Y que el dolor del que él hablaba era el innecesario, al final de la vida. En defensa de su sentencia sobre la eutanasia sacaba a relucir el hecho de que la Iglesia no se oponía a los analgésicos en enfermos terminales, o a la morfina, que permitía que la muerte llegara indolora y en el sueño. Él iba un poco más allá: pensaba que, si esa era la voluntad del enfermo terminal, era legítimo acortar voluntariamente la vida.

Años después me tocó vivir la muerte de estos dos amigos, Carlos y Cecilia. La familia de Carlos, y nosotros sus amigos, queríamos que él siguiera viviendo. Lo considerábamos muy joven para morir y muy necesaria su vida en el escenario político y cultural de Colombia. Tal vez a ese deseo desmesurado de todos nosotros se debió el hecho de que Carlos muriera como no quería, en la fría UCI de una clínica, sometido a todos los intentos desesperados por mantenerlo en vida. Falleció sedado y sin dolor, sin duda, y con su familia cerca. Pero no con la última, serena y voluntaria aceptación de la muerte.

Cecilia, en cambio, ordenó que la sacaran del hospital al que la habíamos llevado, y se murió en su casa, en su cama, rodeada de sus hijos. Podría haber vivido unas semanas o unos meses más, sin duda, alimentada con sonda, hidratada con suero, y asistida con oxígeno. Sin alargar inútilmente la vida, y sin precipitarla, porque ella no lo quería, se dejó el final a la sabiduría de un cuerpo que, primero, deja de comer (y así quedan semanas), y luego deja de beber (y así quedan horas, si mucho días).

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Cuento esto a raíz de la carta en que la Iglesia Católica acusa a la Corte Constitucional (en la que Carlos fue una figura descollante) y al ministro de Salud de promover una “cultura de la muerte y del descarte”, porque se han declarado a favor de reglamentar la muerte asistida. En general estoy en desacuerdo con lo que dicen los obispos. Les reconozco, sin embargo, algo: algunos partidarios de la eutanasia padecen de tanatofilia. Para decirlo con una caricatura, su consigna parece ser: “Le dio una gripita y hubo que rematarlo”. El excesivo contacto con la Señora les da a algunos tanatólogos una cierta indolencia para apretar el gatillo. Nada nos da derecho a rematar a viejos con demencia o alzhéimer si ellos no lo pidieron cuando estaban en sus cabales.

Pero la Iglesia tiene unas contradicciones espantosas. Hay en su santoral muchas mártires que, a punto de ser violadas por los infieles, se matan con un puñal o se tiran por un abismo. San Ambrosio, por ejemplo, exalta el caso de Santa Pelagia de Antioquía, una virgen que para defender su pureza prefiere matarse. La Iglesia defiende y canoniza esa eutanasia para evitar el dolor de la violación, pero prohíbe la muerte asistida para evitar otros dolores. Es contradictorio, o por lo menos muy curioso. La católica Cecilia Faciolince estaba de acuerdo con su amigo Carlos Gaviria en que debía respetarse siempre la voluntad declarada de los moribundos, tanto a favor como en contra de la eutanasia. El suicidio a veces es, según los estoicos, una “salida razonable”.

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