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Hace dos semanas me invitaron a dar la “Cátedra Spinoza” en la Universidad de Ámsterdam.
Leí la conferencia ante un público que pareció interesado en mis reflexiones, las cuales giraban alrededor de la lengua española y la cultura literaria iberoamericana. Sin embargo, al final, una mujer hizo un reclamo malhumorado: ¿Por qué en mi conferencia no había yo mencionado ninguna mujer? Me quedé perplejo un momento (nunca escribo nada haciendo la contabilidad de hombres, mujeres, gais, minorías étnicas, etc.), pero recordé que había mencionado al menos a dos mujeres: Sor Juana Inés de la Cruz y la Malinche. La mujer (colombiana) de inmediato replicó: “Esa era monja y no cuenta como mujer”. Supongo que la Malinche tampoco contaría para ella, por traidora al pueblo indígena.
En estos días se discute en Estados Unidos porque una empleada de la Universidad de Yale se negó a impartir instrucciones sobre los disfraces que los estudiantes podían llevar o no en Halloween, en vista de que algunos podían ser ofensivos para ciertas culturas (asiáticas, árabes o afrodescendientes). En una carta serenamente argumentada, la señora Erika Christakis les decía a los alumnos que si les daba instrucciones así, se sentiría tratándolos como menores de edad, o como si no fueran capaces de discutir entre ellos lo que era adecuado o no. Un grupo de estudiantes montaron en cólera contra Christakis y su marido, y pidieron que fueran echados de la universidad. Un profesor, Greg Lukianoff, que intentó defenderla en una conferencia, dijo que por la reacción de los activistas de Yale a la carta de la señora Christakis pareciera como si esta hubiera “arrasado una aldea indígena”. Quién dijo miedo: Lukianoff fue declarado racista, pues según los activistas este había hecho un chiste con el genocidio de los indios americanos, que no admite broma alguna.
El gerente de la Librería Nacional, Felipe Ossa, escribió hace poco que, por presión de un grupo de padres de familia, la librería fue obligada, por un mandato de la Superintendencia de Industria y Comercio, a poner una etiqueta a un libro juvenil, en la cual se declaraba que este no podía ser vendido a menores de edad a no ser que estuvieran acompañados y autorizados por sus padres. ¿De cuándo acá esta superintendencia tiene funciones de censor que decide cómo y cuáles libros se pueden vender?
También hace poco un canal de televisión tuvo que retirar a un actor que solía pintarse de negro la cara para actuar. Según un grupo de activistas locales, esa manera de pintarse era racista y ofendía a toda la comunidad afrocolombiana.
Doy estos ejemplos para señalar un fenómeno creciente en los ambientes académicos, donde es cada vez más difícil ejercer la libertad de cátedra o pensamiento, y hablar y expresarse libremente sin temor a que algún grupo de presión nos tilde de machistas, racistas, homófobos, islamofóbicos, etc. y mediante estos señalamientos nos silencie o excluya por alguna falta a lo políticamente correcto. Como Mark Twain usa la palabra “negro”, no puede enseñarse o sus libros deben ser purgados; como Lolita habla de relaciones sexuales con una adolescente, incita a la pedofilia; como una conferencista árabe señala a las instituciones islámicas de maltratar y reprimir a las mujeres, la conferencista debe ser callada porque está menospreciando la cultura árabe; y si alguien recuerda los sacrificios indígenas o algunas prácticas africanas de ablación del clítoris, también está caricaturizando a las minorías y perpetuando la opresión del hombre blanco occidental.
De todo esto, lo que me alarma es el discurso iliberal y totalitario que hay detrás de estos activistas y su negativa al diálogo y a la polémica. “Yo no quiero debatir. Lo que quiero es hablar de mi dolor”, declaró una de las estudiantes de Yale cuando Christakis quiso discutir el asunto. Es como si estuviéramos entrando en una cultura de la queja y del escándalo, que excluye toda discusión.
