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Es curioso que uno sienta orgullo, o vergüenza, por los padres o los abuelos, o en general por la gente de la familia. En casi todas las lenguas la expresión “hijo de puta”, es un insulto atroz. Pero si uno se enfrenta al hecho real y concreto de alguien, digamos una niña, que efectivamente fue concebida en un burdel y nació de una prostituta, ¿tenemos algún derecho a pensar mal de esa niña? Si nadie tiene la culpa, ni el mérito, de ser hijo de un héroe, o de un ladrón, o de una santa, o de una puta, ¿por qué le damos tanta importancia al oficio o al comportamiento de los progenitores de cada cual? ¿Por qué los suegros potenciales preguntan “qué hace tu papá”? Puede ser por la plata, pero no creo que sea la única razón.
Mi padre y mi madre, así como mis abuelos, tienen, en general, buena fama. No falta el hijueputa (perdón, se me escapó) que diga que mi padre era un peligroso comunista aliado de la guerrilla, ni falta el malnacido (lo siento, uno es hijo de su cultura) que diga que mi madre es una sucia capitalista explotadora. Pero en general mis hermanas y yo hemos tenido la suerte en la vida de empezar cualquier relación con la ventaja de la buena reputación de los padres. Me imagino que en general las personas creen en la buena crianza, o en los buenos genes, y por eso ser hijo de alguien (ser hidalgo) es algo que conviene. Pero insisto: no es ningún mérito haber nacido de buenas personas: es sólo buena suerte.
Lo que me intriga y duele más es lo contrario: la mala reputación con la que tienen que cargar los hijos de putas reales, o de asesinos, o de mafiosos. Recuerdo una novia que tuve cuando estudiaba medicina en Bogotá. Ella iba en bus a la Javeriana, igual que yo. Vivía en una casa de clase media por Teusaquillo, en condiciones parecidas a las que vivíamos casi todos los demás. Pero un día esta muchacha llegó a la universidad en un carro Audi último modelo y poco después se fue a vivir en un penthouse fastuoso en Rosales. Tanto el carro como el apartamento eran regalos que le había hecho el padre separado a su madre. Una noche de amor, después del ajetreo típico —feroz y feliz— de los años juveniles, lloviendo lágrimas sobre la almohada, ella me confesó que su padre se había metido en la mafia de la cocaína. Que estaba transportando droga a la Florida.
Díganme los expertos en ética y moral si esa muchacha de 18 años debía abandonar la casa de su madre; si debía repudiar para siempre a su padre; si estaba obligada a encarar el heroísmo de enfrentarse a él, dejarle de hablar, e irse a vivir sola. ¿Y yo debí abandonarla? Lo que quiero plantear es hasta qué punto hereda uno las faltas de sus parientes más cercanos y queridos. Hasta qué punto los oprobios de un padre recaen sobre nuestras espaldas. Y no sólo los oprobios: también los buenos actos. Yo muchas veces me he sentido un impostor al percibir que alguien me quiere no por lo que soy sino por las bondades y heroísmos de mi padre. ¿Si uno no tiene por qué cargar con las maldades de sus parientes, por qué nos aprovechamos con tanta tranquilidad de sus aciertos? ¿Qué se hereda y qué se hurta, en ambos casos?
Hace unos años, en SoHo, el hijo de José Obdulio Gaviria escribió en una gran crónica lo que había sufrido por ser pariente de Pablo Escobar. Si no estoy mal, estaba escribiendo también —sin decirlo— sobre lo que era ser hijo de José Obdulio, para bien o para mal. Mucha gente se cambia el apellido de los padres, por vergüenza. Otros no lo usan, por pudor, para no aprovecharse. ¿Cuánto hay de prejuicio y cuánto de buen juicio al juzgar a la gente por sus parientes? Nadie está condenado a repetir la maldad (ni la bondad) de sus ancestros. Este es, al menos, el pensamiento compasivo, jurídico y moral. Y sin embargo, si es común que los hijos de músicos tengan buen oído, y los de matemáticos mente aritmética, ¿no habrá alguna inclinación genética (o de crianza o de ambas) a la bondad o a la maldad? De verdad no lo sé.
