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HAY HOMBRES HORRIBLES, HOMBRES mediocres y, muy pocas veces, grandes hombres públicos.
Dice Dominique de Villepin, gran experto en Napoleón Bonaparte, que este hombre fuerte —un genio militar con una energía incalculable— tenía una doble faz, como el doctor Jekyll y míster Hyde.
Por un lado, la cara oscura, guerrera y despiadada, a la que Villepin llama Napoleón. Por otro lado, la parte buena, precisamente, o la buena-parte: Bonaparte. Creo que los hombres horribles de nuestra historia cercana, y los hombres horribles de América Latina, tienen también ese doble talante, ese doble sentido, que hace muy difícil el juicio de la historia. Tienen su lado de Napoleoncitos pequeños y prepotentes, y también su Bona-Parte.
Llamo “hombres horribles” a personas que —con su exacerbada personalidad egocéntrica y carismática— han cumplido en sus países un papel tremendo, pero quizá necesario: unos han combatido los excesos, los abusos o la insensibilidad de las élites. Otros han controlado la locura destructiva, las peticiones desmedidas o los métodos intolerables de protesta de un pueblo desengañado. Fidel Castro, para mí, es un hombre horrible que le dio una lección necesaria a la élite cubana corrupta, vendida y despreciable. Esa misma lección les dio a las élites venezolanas Hugo Chávez. Y en Perú y Colombia hombres horribles como Fujimori o Uribe cumplieron el horrible papel de controlar a la fuerza y despiadadamente las exigencias del pueblo, sobre todo cuando para tratar de alcanzar ciertas metas (la igualdad, la tierra) usaron los métodos intolerables del secuestro, el terrorismo y los atentados.
Los hombres horribles cumplen un papel importante en la historia de las naciones y, siempre y cuando desaparezcan pronto del escenario, dejan algo positivo y no sólo una estela destructiva. Si en cambio se perpetúan en su papel destructor, en su ira vengativa más que constructiva, producen grandes daños. Es lo que ocurre con las reencarnaciones del peronismo argentino, un monstruo de mil cabezas, o con la perpetuación en el poder cubano de una élite comunista obtusa, centrada en la figura ya decrépita de un héroe que sólo será derrocado por la muerte. Su papel ya estaba cumplido, la lección ya fue dada, pero siguen ahí, convirtiendo en tragedia su primer impulso benéfico.
A los hombres horribles no les gusta hacerse a un lado ni bajarse del escenario. Se resisten. Pero es necesario derrocarlos, pues de lo contrario, una vez hecho el bien, empiezan a hacer daño. No es extraño que terminen en la cárcel, como Fujimori, o en el exilio, como Napoleón o Velasco Ibarra. Los griegos tenían la figura del ostracismo, que consistía en el extrañamiento del territorio de la República, incluso para figuras carismáticas y buenos gobernantes. Su misma popularidad entre el pueblo los convertía en tiranos potenciales, y para que no cayeran en la tentación, los obligaban a permanecer diez años fuera del territorio patrio. Hoy en día estas prácticas nos parecen bárbaras, pero cuando un gobierno nombra de embajador a un expresidente, esta es una forma elegante de ostracismo, o, mejor dicho, de sacarse de encima a alguien con demasiada influencia pública.
El expresidente Uribe quiso perpetuarse en el poder mediante dos reformas constitucionales de las cuales solamente una le resultó bien. La segunda fue bloqueada con gran independencia por la Corte Constitucional. Sus seguidores, sin embargo, no se resignan a que su tiempo como hombre fuerte haya quedado atrás. Le han fundado incluso un partido de corte totalitario en el que todas las decisiones —como un Fidel local— pasan por los ojos y las manos del caudillo. Eso mantiene los ánimos crispados y hace que hoy el Congreso se use incluso para lo que no es, es decir, para repartir juicios sumarios de parte y parte, en vez de dejar ese trabajo sereno a la justicia, mientras el Legislativo se dedica a lo que su nombre indica: a hacer leyes benéficas para la República.
