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Hace una semana Mauricio García se planteó varias preguntas sobre el nuevo activismo de vandalizar o directamente derribar los monumentos y estatuas que rememoran o exaltan a distintas figuras de la historia. Su artículo plantea los problemas y matices que tendría un debate público de este tipo. Una de sus propuestas es que “deberíamos adoptar un procedimiento, ojalá democrático, para quitar y poner monumentos”. El asunto es que cuando una masa de manifestantes decide, por ejemplo, derribar, romper y tirar al mar una estatua de Colón, esto en general se hace en una oleada que no da espacio a debates y votaciones: se va y se hace, y todos y nadie lo hicieron.
Cuando un movimiento lleno de ímpetus juveniles decide arrasar con algo, no sirve de nada que un viejo prudente de barbas blancas se levante y diga: “Paremos un momento, discutamos lo justo y lo injusto de este acto, analicemos la historia del tipo del monumento, votemos y hagamos lo que diga la mayoría”, la reacción de la masa será arrastrar o pasar por encima del viejo huevón, y apartarlo con un gesto de desprecio.
Aunque reconozco que esto es así, como la avalancha de un río que no puede ser detenida con conjuros de palabras sensatas, esta semana me puse a hacer el ejercicio inútil (inútil porque ya la masa decidió tumbar la estatua) de estudiar la vida y los hechos que se saben o se inventan de Cristóbal Colón, o Colono, o Colom, o Colomo, o Colombo, porque hasta su apellido está sujeto a muchos cambios, hipótesis y trasformaciones. Lo hice para hablar y votar en una anticuada e hipotética asamblea que tuviera que decidir si tumbar o no su estatua, e incluso, si cambiarle o no el nombre a nuestro país, pues en últimas Colombia es la nación de América que le hace al navegante este homenaje.
Llevo más de media columna y apenas he podido plantear el problema. Estudiar una semana a Colón lo único que me ha enseñado es que soy incapaz de comprender la complejidad de un personaje como él en una semana. Cuanto más leo de Colón, más fascinante (en cualidades) y repugnante (en defectos) me parece lo que se sabe de ese navegante. Es al mismo tiempo visionario y embustero, ambicioso y delirante, obstinado y triunfante y al final totalmente derrotado. Ir a las fuentes primarias no es tarea de semanas sino de años. Sus diarios y sus cartas, la biografía del padre Bartolomé de las Casas, las devastadoras acusaciones de Bobadilla, las defensas de sus descendientes, los desprecios de sus detractores…
Juzgar a un hombre vivo que acaba de hacer algo grandioso y sangriento al mismo tiempo, es muy difícil. Juzgarlo 500 años después, con la mitad de los datos perdidos, tergiversados o escondidos, es casi imposible. Lo que hizo, después de haberlo hecho, parece muy fácil. Voltaire dijo: “Cuando el gran Colón sospechó la existencia de este nuevo universo, sostuvieron que la cosa era imposible; lo tomaron por loco. Cuando lo descubrió, le dijeron que este nuevo mundo ya era conocido y había sido descubierto mucho antes”.
Para explicar este sesgo humano (creer que es fácil lo que ya se hizo y reducirlo, después de hecho, a una bobada) se inventó la fábula del huevo de Colón. De vuelta a España le dicen al almirante que lo que él hizo se sabía, que ya lo habían hecho los cartagineses, los vikingos, los polinesios, los mongoles y que, si no lo hubiera hecho él, otro lo hubiera hecho… Colón coge un huevo y les pide a los comensales que intenten ponerlo de pie y estable por una punta. Nadie lo consigue. Él coge el huevo, le hace un pequeño corte y el huevo queda quieto sobre la mesa. Cuando algo ya está hecho, es fácil repetirlo.
Termino con algo que habla de la viva imaginación de Colón. En carta a los Reyes Católicos, después del tercer viaje, les dice que el mundo no es una esfera, sino que más bien es “como una teta de mujer en una pelota redonda”. Y ¿saben qué cree ver Colón en el pezón de esa teta? “Tengo asentado en el ánima que allí es el Paraíso terrenal”.