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Los huevos del gallo

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Héctor Abad Faciolince
29 de mayo de 2022 - 05:30 a. m.
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Les voy a hablar de las sensaciones que me da todo esto. Me elevo, me miro hacia adentro, pienso en los huevos del gallo, y este es el resultado de lo que voy pensando: apenas en mayo y ya se siente un cansancio de noviembre. Apenas en domingo y mi cabeza percibe un cansancio de viernes. Las diez de la mañana y la nuca, como si fueran las seis de la tarde, ya se dobla hacia el suelo. Mi barbilla se apoya en el esternón. Como un oficinista al que hace quince meses no le dan vacaciones. Apenas en primera vuelta y ya se siente un hartazgo de cuarta.

Cansancio al terminar el primer párrafo y me falta escribir toda la novela. “Decae mucho al principio”, como decía una amiga que tuve hace 30 años, comentando una obra de teatro. No es medio día y los ojos se me cierran como si fuera media noche. Acabo de empezar el Camino de Santiago en los Pirineos y ya tengo ampollas de maratonista en el kilómetro 30. Nado sin flotadores en una piscina infantil, pero me siento en medio del océano Atlántico, braceando en una isla de residuos de plástico. No llevamos ni un día del próximo gobierno y ya su retórica me pesa en el pecho como una lápida de mármol.

He escrito apenas dos párrafos del mismo artículo que desde hace un siglo escribo todas las semanas, pero me parece que llevo una semana sentado y amarrado a la silla eléctrica. Como si el azadón nunca encontrara tierra, solo piedra y cascajo. Con la pala mellada debo palear la arena de todo el desierto del Sahara. Viejo y maltrecho garañón sin fuerzas al que después de seis saltos en una mañana le traen una yegua enferma y está obligado a montarla. No sé siquiera quién va a ganar hoy las elecciones, y de lo único que estoy seguro es de que vamos a perder.

Me han dado el número 772.280.700.000.000.737.001 de una lotería que tiene más números que átomos el universo. Ni siquiera consigo leer el número que me dieron, un número que sueño tatuado en mi antebrazo con una tinta azul de metileno. Me cuelgan tanto los párpados de arriba que parecen orejas de un perro de caza. Me los levanto con los dedos y en la televisión siguen dando el mismo debate de todas las semanas, y todavía anuncian que no será el último. Los candidatos son actores que se han aprendido un guion de memoria y ninguno sabe quién es el autor de esta obra de teatro que va apenas en el segundo acto. El público ha recibido instrucciones precisas de aplaudir solamente, por grupos, a uno de los candidatos. El público va uniformado, es decir disfrazado, por colores, y forma parte de la misma obra de teatro. Los que están vestidos de rojo están obligados a aplaudir hasta que les sangren los dedos. Los que van vestidos de blanco son condenados a pena de muerte si bostezan.

Un corazón palpita más de cien mil veces al día, 360 millones de veces al año, más de 30.000 millones de veces en una vida. Al mío le parece que está a nivel del mar y todavía tiene que subir al Everest sin oxígeno y descalzo. “No soy capaz”, me dice. Yo le digo que lo intentemos, que empecemos, que vayamos despacio. Trepamos las primeras dunas de la playa. Para animarme, oigo el vozarrón de mi abuelo que me grita en el pabellón de la oreja derecha: “¡Este nació cansao, este se duerme enjabonando la novia, este no le da al mundo con un costal!”. Tengo que abrir los ojos. Veo verde por el ojo derecho y rojo por el ojo izquierdo. En la obra de teatro los candidatos deben sonreír por tres horas seguidas sin parar y llevan solo un minuto.

Mi mujer me da un codazo en la butaca, me sobresalto, me dice que estoy roncando. Trato de poner atención. A la izquierda veo que a los de rojo les sangran las manos, y empiezan a golpearse, roídas y blancas por los golpes, las falanges. A los de blanco los fusilan por grupos en el atrio. Al fin hay dos candidatos que ganan. Cae el telón. Estoy medio muerto, agotado, mi frente roza el suelo como un musulmán rezando. Está prohibido salir, ni siquiera a mear, y todavía falta el último acto.

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