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Cuando tantos se mueren, hay un remordimiento de estar vivos. Que nos muramos más los viejos que los jóvenes tal vez sea un consuelo. Cuando uno piensa que en la última pandemia verdadera, la de 1918-1920, que injustamente se llama la “Gripe Española”, aquel virus se ensañaba en especial con los jóvenes, debe admitir que era peor aquella. Es posible que al dolor por ver morir tantos jóvenes se deba otro de sus nombres, sin duda más exacto: “La Pesadilla”. Esta, según algunos cálculos, contagió a la cuarta parte de la humanidad de la época (500 millones) y mató, dependiendo de las fuentes, entre 17 millones y 100 millones de personas. La mayoría jóvenes y, entre estos, un buen número de soldados desnutridos de la Primera Guerra Mundial.
Hay algunos que, como en un oscuro mecanismo psicológico de defensa, desbordan optimismo y entusiasmo con esta pandemia. En la danza de la muerte ven, como monjes medievales, semillas de redención. Son como los predicadores que, antes de caer contagiados, invocaban el castigo divino, y aseguraban que, así como el castigo físico de los padres era necesario para mejorar a los hijos, el castigo divino servía también para mejorar a la humanidad. Los predicadores que hoy nos echan casi los mismos sermones ya no hablan tanto del castigo de Dios, sino que lo actualizan en la venganza de otro ser escrito con mayúsculas: la Naturaleza. Y auguran que después de la gran mortandad de esta pandemia, los sobrevivientes seremos o serán hombres mejores, mujeres nuevas. Vamos a ser de repente solidarios, altruistas, generosos. En una palabra: buenos.
No, no creo que el dolor y el sufrimiento saquen lo mejor de los seres humanos; tal vez sea al contrario. Es posible que salga algo bueno de aquellos que sufren menos (que no se están muriendo ni se les mueren los padres o los hijos), y por lo tanto padecen sobre todo un sufrimiento mental (miedo) que los lleva a actos menos egoístas si disponen de medios de sobra: donaciones, actividad filantrópica, tiempo de estudio para dar buenos consejos. Pero porque unos pocos privilegiados podamos sacar cosas buenas de lo malo, la excepción no borra el mal mayor, inmenso, de la pandemia. Si quebrarse fuera bueno procuraríamos que hubiera una peste cada cinco o seis años, como una purga.
Pero como el ser humano es muy propenso al pensamiento mágico, a veces queremos creer que este nuevo coronavirus que padecemos es un virus inteligente y moral: uno que escoge y castiga a quienes se lo merecen, como Némesis, la diosa griega de la justicia retributiva. No es así. En su último libro de ensayos, Los hundidos y los salvados, Primo Levi escribió que en las situaciones de extremo sufrimiento suele ocurrir lo contrario a lo que creemos justo: no sobreviven los mejores, los más buenos y generosos, sino los más egoístas. Los que son capaces de robarle el pan al amigo y sustraer el agua al hermano. En esta pandemia les va mejor a los países más centrados en sí mismos: los que primero cerraron de un modo inclemente las fronteras; los regímenes que respetan menos la libertad y privilegian la seguridad. Y a nivel individual, sobreviven más quienes se pueden refugiar a sus anchas en sus fincas o en casas amplias, aireadas y cómodas, pues mueren menos que los que tienen que vivir hacinados en un cuarto de cinco por cinco.
Se mueren más los médicos y las enfermeras (solo en Italia han muerto más de 140) que se dedican a salvar enfermos, que los políticos populistas, así alguno de estos también se infecte. Más quienes se entregan a los demás que quienes se encierran; más quienes se abrazan que los que se detestan. Más los abuelos que antes de que estallara la epidemia cuidaban y mimaban a los nietos, que los que nunca volteaban a verlos. Quizá por esto, al final de su vida, Primo Levi tenía una sensación de vergüenza. Vergüenza por haber sobrevivido al exterminio de los nazis en el lager. Hasta que un día no aguantó más y se tiró por el hueco de la escalera.
