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Estoy leyendo un libro de artículos de prensa de Fernando Aramburu: Utilidad de las desgracias. En él encuentro un breve diálogo entre el Aramburu de hoy, sesentón, y el Fernando joven, veinteañero, que iba a la universidad, participaba en manifestaciones, pintaba paredes y leía a Bakunin. El hombre maduro, y casi en el umbral de la vejez, cuando el joven que fue lo acusa de haber renunciado a certezas y aspiraciones, aduce en su defensa que él no es “más que la consecuencia de todos los que me antecedieron” y que aunque el joven censure sus ideas y hábitos actuales, el yo que es ahora “al menos ha sobrevivido”.
Es un buen experimento mental, que les propongo: si son jóvenes, que dialoguen con el viejo que imaginan que van a ser; si son maduros o viejos, que conversen con el joven que fueron. Cuando yo tenía 28 años me quise imaginar una persona que tuviera, de edad, esos mismos números, pero con los dígitos invertidos: 82. Al viejo le puse un nombre, Gaspar Medina, y escribí una novela sobre él, Asuntos de un hidalgo disoluto. Años más tarde quise repetir el experimento y en un mismo libro me figuré a un cuarentón desencantado que de pronto se encuentra con el joven poeta que había sido 25 años antes. Los yoes que vamos siendo en la vida real se llaman de la misma manera, pero son tan distintos que deberían recibir otro nombre. Está bien que cuando Alonso Quijano enloquece, se empiece a llamar don Quijote.
Escribir una novela es, muchas veces, figurarse otra vida posible. Ser algo que no fuimos, pero pudimos haber sido, con unos pocos cambios azarosos en nuestra biografía. Fui un joven que tuvo un periódico con unos amigos, un pasquín irreverente que se llamaba Paredón, en el cual, sobre todo, nos gustaba desafiar a la Iglesia Católica y su jerarquía. Tras escribir un artículo humorístico y vulgar, “La metida de papa”, el cardenal López Trujillo ordenó que nos expulsaran de la UPB. Eso sucedió hace 40 años, en el 81.
El yo que soy hoy es igual de descreído en temas religiosos que el yo que fui hace cuatro decenios. Ya no soy, sin embargo, tan anticlerical como fui. Me indigna que un grupo de jóvenes quieran quemar una iglesia, y escribo una novela en la que el protagonista es un cura. Y no un cura pederasta, ni un cura sucio ni un cura inculto y tonto, sino un cura culto, limpio y bondadoso. Un creyente que no por serlo es mala persona, y no por ser cura es sórdido e hipócrita, sino un ser humano muchísimo mejor y más útil a la sociedad que casi todo el mundo.
Creo entender a los jóvenes que fuman marihuana solos o en grupo, que salen a marchar en manifestaciones, tiran piedras, piden justicia e igualdad, y se enfrentan furiosos con la policía. Si yo hubiera nacido, como ellos, a principios de este siglo, tal vez estaría en las calles con ellos y vería a un peliblanco como yo como un viejo cacreco acomodado a sus privilegios y reblandecido por las caricias o los golpes de la vida. Es normal que yo pueda sentir más simpatía por el joven que fui, y también entiendo que el joven que fui no pueda comprender al casi viejo que ahora soy. El diálogo no es fácil ni siquiera con los yoes que hemos sido.
Cita Aramburu el viejo epigrama atribuido a muchas personas, pero que él oyó por primera vez a Willy Brandt: “Quien a los 20 años no es comunista, no tiene corazón; quien sigue siéndolo con 40 no tiene cerebro”. A estas alturas de la vida, para mí, las religiones y el capitalismo forman parte de una corriente mucho más poderosa que cualquier individuo. No creo en Dios ni en ninguna religión, pero de algún modo, sin darme cuenta siquiera, practico una cierta forma rudimentaria y atea del cristianismo, esa amable herejía del judaísmo. Tampoco soy devoto del capitalismo y sin embargo, sin querer queriendo, también lo practico. Estoy cansado de nadar contra la corriente del río de la vida, y me dejo arrastrar hacia el mar, dando apenas una que otra brazada para evitar las piedras.
