A los machos requetemachos que hoy en día gobiernan las mayores potencias del mundo (y unas cuantas pequeñas también), lo que más les gusta es amenazar, atacar, invadir, vengar, chantajear, humillar, insultar, bombardear y, en últimas, para hacerlo todo mucho más claro, matar. Asistimos a un nuevo auge del “hombre fuerte” como ocurría hace un siglo cuando los duros se fueron apoderando del mundo y decidieron repartírselo: Theodore Roosevelt, Stalin, Mussolini, Hitler, el expansionismo japonés, etc. Asistimos a una repetición del pasado que, como dice Marta Rebón, “viene a confirmar esta amarga verdad: la historia enseña que no se aprende nada de ella”.
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La repetición no es idéntica, claro. Pero esta nueva exaltación del poder del gran macho autócrata, es una regresión pues pretende reemplazar lo que creíamos haber obtenido en el mundo con un cierto grado de progreso moral y civilización política que se diseñó después de las carnicerías de las dos últimas guerras mundiales: el derecho internacional, las normas legales de convivencia, el respeto a los derechos humanos, y no solo de los propios (los del propio país, la propia clase o la propia raza), sino también de los ajenos, de todos, sin importar su nacionalidad, sus creencias o su color.
La conquista territorial de otros países, por parte de las potencias más grandes y con ejércitos más poderosos –como han señalado Oona A. Hathaway y Scott J. Shapiro en un ensayo publicado en Foreing Affairs– no solo se volvió ilegal, sino mucho más infrecuente a partir de 1945, cuando se proclamó la Carta de las Naciones Unidas y se prohibió la “amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de otro Estado”. Como resultado “las guerras entre Estados se volvieron mucho menos frecuentes. En los años posteriores a los últimos acuerdos de la II Guerra Mundial, la cantidad de territorio conquistado por Estados extranjeros cada año se desplomó a menos del 6 % de lo que había sido durante poco más de un siglo antes de que el mundo proscribiera por primera vez la guerra”. Gracias a este acuerdo entre las naciones es indudable que en los últimos ochenta años “el mundo se volvió más pacífico y próspero”, por mucho que lo nieguen los más pesimistas.
Mientras la izquierda puritana se obsesionaba con minucias del lenguaje e imponía una especie de Academia de la Lengua Autoritaria que nos obligaba a hablar bien (no en la lengua materna sino en la norma inclusiva), con las-los-les-l@s etc., que para el pueblo llano eran jeroglíficos de sabi@s, se olvidó lo fundamental (les dereches humanes, el agua o la salud, la educación para todos –lo importante es que fuera para todes–, la vivienda, la desigualdad, las libertades básicas) y se concentraron en el resentimiento. Y mientras la izquierda se disolvía en discusiones sobre el sexo de los ángeles, los machos duros prepararon su regreso triunfal, y aquí los tenemos.
Putin invade a Ucrania y prohíbe que se critique a Stalin en los textos de historia; Trump le da la razón, prohíbe a colegios y universidades enseñar ciertas cosas, nombra racistas, antivacunas y antisemitas en los más altos cargos, y al mismo tiempo amenaza con invadir Groenlandia, anexar Canadá, Panamá, bombardea Irán y propone expulsar dos millones de palestinos para poder instalar una Trumpópolis de hoteles y casinos en Gaza. El duro Netanyahu mata de bombas, hambre y sed a los palestinos con una fiebre de venganza que convierte a esos mismos dos millones en un gueto de Varsovia en los que se dispara a los niños que se acercan a pedir comida. ¿Quiénes se salen con la suya y nadie los toca? Las peores caricaturas del despotismo como el tercero en la dinastía Kim y el más grotesco, Kim Jong-un. Trump dice ser amigo suyo por un solo motivo, el mismo por el que se declara amigo de Putin: porque son hombres fuertes y tienen bomba atómica. Por eso ahora todos los hombres duros, ayatolas o no, quieren tenerla.