Tal vez no haya una forma más angustiosa y desesperante de terminar la vida que desapareciendo. Hay quienes –muy pocos– desaparecen por propia voluntad, salen a comprar cigarrillos y no vuelven jamás; a otros –la gran mayoría– los desaparece algún poder armado, legal o ilegal, que los mata y los oculta para que no haya registro del homicidio y así asegurarse la impunidad.
Es horrible estar secuestrado, pero al menos a veces se mandan pruebas de supervivencia para seguir negociando el chantaje. Hay esperanza. Es espantoso que nos maten, pero hay un cadáver para velar, llorar, hacerle los ritos y los duelos que hemos inventado para alcanzar alguna consolación. Es irremediable y al menos no hay esperanza. Del desaparecido no hay noticias ni manera normal de hacer un duelo. Además, a los deudos no les gusta, con razón, llamar muerto al que no se sabe si ha muerto de verdad.
En estas semanas de conmoción, protestas y respuestas desmedidas del aparato estatal, se vuelve a hablar de un número incierto de desaparecidos. No me voy a casar con las extensas listas de quienes denuncian las desapariciones ni con las listas exiguas que el Gobierno reconoce. Voy a suponer que la cifra real está entre los dos números y que son 15 las personas desaparecidas. Demasiadas, ya sean ocho u 80. Toda la sociedad debería estar conmovida por este hecho inadmisible, insoportable y absolutamente condenable por parte de cualquier persona que no tenga ya la conciencia y el corazón podridos y endurecidos por el odio. A esos desaparecidos en medio de las protestas tendríamos que encontrarlos ya mismo si no queremos que nuestra sociedad se degrade todavía más de lo que está. Hay que exigirle a todo el aparato de la justicia, empezando por la Fiscalía, que dedique urgentemente todos los esfuerzos a esclarecer esas desapariciones.
Dicho esto, me voy a ocupar de un desaparecido que no estaba participando en ninguna marcha de protesta, sino que simplemente salió a caminar –como solía hacerlo como forma de inspiración– por la montaña. Este desaparecido se llama (prefiero usar el verbo en presente y no en el resignado pretérito imperfecto “se llamaba”) Sebastián Restrepo Sierra, tiene 36 años y no hay noticias de él desde el mediodía del lunes 17 de mayo, hoy hace 20 días. Se sabe que Sebastián salió de la casa hacia las 8 a. m., que cogió el metro en la estación Estadio de Medellín, que bajó del mismo en la estación Envigado (hay videos que así lo atestiguan), que tomó una buseta que sube por la Loma del Escobero y que se bajó en la cima de la montaña, frente a una estación de servicio. El último video, alrededor de las 10:40 a. m., lo muestra dirigiéndose con su mochila y su gorra hacia el sendero que se adentra en la montaña. Antes de las 12 pasa por la caseta de un guardabosques y sigue su camino.
Después de esto sus huellas desaparecen. El caminante llevaba diez años practicando el senderismo; el día anterior había invitado a un amigo a acompañarlo en la caminata por la reserva San Sebastián de la Castellana, un monte escarpado de bosque de niebla que comunica los municipios de Envigado y El Retiro. Después no hay más rastros de su móvil, o si los hay, Virgin Mobile, el operador del celular que llevaba Sebastián, no se los ha suministrado a los familiares.
Pese a la intensa búsqueda organizada por guías, baquianos, expertos y amigos, por los bomberos de El Retiro, y en medio de cierta desidia de la Fiscalía y la Policía, no se ha encontrado ninguna pista para dar con el paradero del joven artista Restrepo. Todas las hipótesis están sobre la mesa: accidente, homicidio, suicidio, extravío, atraco, enfermedad (Restrepo acababa de superar el COVID-19)… Ninguna de las anteriores convence del todo por distintos motivos.
Aquí alguien desaparece de noche o a la luz del día, detenido o atracado, sano o enfermo, enterrado o incinerado. ¿Puede alguien ayudar a esclarecer este horror? Para más detalles haga clic aquí.