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Hace un siglo, frente a la puerta del Perdón de la Iglesia de la Candelaria en Medellín, funcionaba un café que era a la vez librería.
Se llamaba El Globo. Más que una librería, era una “biblioteca de alquiler”, es decir, una librería que no vendía libros, sino que los arrendaba. Su dueño, don Pachito Latorre, la promocionaba así: “la mejor de Medellín. Mil ejemplares casi todos nuevos, todos limpios y en buen estado. Obras científicas, viajes, novelas, historia, poesía, de los más connotados autores. Tenemos el gusto de ofrecerla al público y muy especialmente a las damas de esta Capital. Boyacá, Edificio Central”.
En ese mismo edificio, en 1915, funcionaban las oficinas de El Espectador y allí trabajaba don Fidel Cano, el fundador de este diario, e insigne tocayo de su actual director. Quizá por esta cercanía (café, libros y periódico), 13 muchachos inquietos, todos menores de edad, empezaron a frecuentar El Globo, adonde también iba don Tomás Carrasquilla, decano de las letras de la ciudad, a la sazón con 57 años de edad. Este Don Carrasca, como le llamaban, encantado con ese grupo de jóvenes discípulos, resolvió pagarles una pieza en otro piso del mismo edificio, para que escribieran versos y, eventualmente, fundaran una revista. El cuarto era tan pequeño que no cabían ni apeñuscados y “tenían que entrar por turnos”.
Lo primero que sacaron los jóvenes fue un cuaderno de versos, el Álbum de los sonetos El Globo, con carátula de uno de ellos, Pepe Mexía. Luego vino una pequeña revolución: la revista Panida, fundada y escrita casi toda por “Los trece panidas”. Su director era un joven de 20 años, León de Greiff, que cumplió 120 de nacido el miércoles pasado. La revista no publicaba nada que —leído hoy— parezca obsceno o blasfemo. Traducciones de poetas franceses, elogios de Omar Kayyám, algún verso desencantado de Leo Legris: “No he llegado a veinte años / y ya todo me cansa: / viviendo sin engaños / vivo sin esperanza”. Pero esto bastó para que otra revista, La Familia Cristiana, pusiera el grito en el cielo por el peligro que una publicación así entrañaba para las buenas costumbres. Que además de jóvenes, el cafetín fuera frecuentado también por muchachas que, al decir de De Greiff, enseñaban “sus bellas piernas hasta la rodilla”, agravaba la alarma de los inquisidores.
Cerca de El Globo funcionaba otra librería, la de Antonio J. Cano. Quedaba en la calle Colombia, subiendo de Carabobo hacia el Parque de Berrío. Allí le publicaron a Carrasquilla su mejor novela, La marquesa de Yolombó, y a De Greiff su Libro de signos. Pero algo más importante: en esa librería se hizo culto León de Greiff. Lo sabemos hoy bien porque su hijo, Hjalmar, en un gesto de inmensa generosidad, acaba de donar a la Biblioteca de Eafit buena parte de la biblioteca del poeta. Y en sus compras de muchos libros clásicos y nuevos (en francés y castellano) está el sello de la librería del Negro Cano.
El miércoles le hicimos un homenaje a don León en la universidad. Y Hjalmar de Greiff trajo otros regalos: dos retratos originales que otro de los panidas (Ricardo Rendón) le hizo a su padre. Vuelven a Medellín libros del maestro, dibujos de Rendón, y trazas de lo que fue la librería de Cano. Esto sucede la misma semana en que se cierran dos librerías en Medellín. Ahí, muy cerca del Parque de Berrío: la Científica, en la misma calle Boyacá donde funcionó El Globo, frente a la Basílica. Y la Nueva, a dos cuadras, en la carrera Junín. En vez de librerías, el centro se llena de casinos, puteaderos, vendedores ambulantes de libros piratas, antros de vicio, expendedores de chance y universidades de garaje. De Greiff decía haber perdido la esperanza porque ya no se engañaba. Y sí: si uno mira este centro, pierde la esperanza. Solo la recupera porque la familia De Greiff, y sobre todo Hjalmar, el último hijo vivo del poeta, no vende libros ni dibujos, sino que los regala. Así le gana la luz a las tinieblas.
