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Menos partidarios, más ciudadanos

Héctor Abad Faciolince

31 de agosto de 2013 - 05:00 p. m.

Hay un viejo axioma (indemostrable pero evidente) de la política que conviene recordar: “Todo aquel que ataca el poder, lo quiere para sí”.

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En general lo que pretenden los partidos y sus agitadores es llegar al poder (acceder al manejo de los recursos públicos) antes que mejorar la vida de sus habitantes. Si se fijan en el comienzo del paro campesino y de quienes lo apoyaron, verán que ahí estaban —aves de rapiña de todas las tendencias— aquellos que quieren debilitar al Gobierno actual para reemplazarlo. Allí estaban todos los que hoy no tienen acceso a la marrana de la cosa pública: el partido de Uribe, el Polo y la Marcha Patriótica. ¿Están estos interesados en mejorar las condiciones de vida de los campesinos? No creo. Están interesados en montarse en el potro del descontento para debilitar al actual Gobierno, con la esperanza de arrebatarle el poder.

¿Quiere decir esto que el actual Gobierno lo hace bien? No. Quiere decir que el actual Gobierno, que es quien maneja ahora el erario (los puestos, los contratos, las armas y la plata), protege también sus propios intereses, se aferra a ese poder con los dientes y lo quiere prolongar otros cuatro años. ¿Qué podemos hacer quienes queremos que el país mejore, pero no perseguimos el poder? Ante todo, no hacer daño: no destruir los bienes públicos. Y tratar de analizar —sin prejuicios ideológicos ni partidistas— qué es lo que puede mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos.

Producir alimentos en pequeña escala, en montañas lejanas y de difícil acceso, será siempre importante y necesario para el consumo local, pero difícilmente competitivo en el comercio nacional. Aun sin aranceles, los pesticidas, las semillas y los fertilizantes que llegan a las zonas apartadas tienen un costo muy alto, por el simple motivo de que hay que pagar el transporte y la gasolina para ponerlos allá. Eso hace que una mazorca colombiana sea más cara de producir que una mazorca argentina, incluso contando el costo de traerla hasta las capitales. Pero esa mazorca importada será de todos modos más cara que la mazorca producida por el campesino si la ponemos en su vereda (porque el maíz gringo también habría que llevarlo, con todos los costos de transporte, hasta allá). Hay que comer en el sitio lo que el sitio da.

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Pero cerrar las fronteras, comernos solamente lo que se produce acá, encarecería de la noche a la mañana los alimentos. ¿Están dispuestos los colombianos a pagar un 10 o un 20% más por la comida? Y al mismo tiempo, no producir alimentos en el propio país es quedar a la merced de lo que quieran los productores lejanos. Cuadrar la ecuación no es fácil. Se necesitan subsidios, salvaguardas, incentivos a la producción y al comercio local. Tampoco se le puede pedir al campesino que produce leche que viva de tomar leche o al que produce papa que viva de comer papas. Tienen que vender parte de su producto para poder comprar camisas, azadones y arroz. ¿Cómo se logra esto técnicamente? No sé, pero estoy seguro de que no se consigue con eslóganes y proclamas por el estilo de “colombiano compra colombiano”, o “toda la culpa es del TLC”, como si antes del TLC los campesinos vivieran en la opulencia.

Necesitamos menos ideología, menos moralismo y compasión barata hacia “nuestros campesinos”, y más planes prácticos y concretos que ataquen los problemas y propongan soluciones, cuando las hay. Porque a veces no las hay: Colombia puede producir, probablemente, papas competitivas, pero no trigo competitivo. Hay cosas que la tierra no da. Habría que concentrarse en lo que podemos hacer bien, y ayudar a hacerlo mejor. Cerrarnos al comercio exterior sería como aceptar que los extranjeros se cerraran al café colombiano. Si queremos exportar, tenemos que dejar que se importe.

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