El próximo 24 de febrero se cumplen dos años de la segunda invasión rusa a Ucrania (la primera fue en 2014, a la península de Crimea y a varias regiones orientales). Como una celebración anticipada de este crimen contra la humanidad (unos diez mil civiles muertos, cientos de miles de soldados rusos y ucranianos caídos en combate, siete millones de mujeres y niños ucranianos desplazados a otros países, otros siete millones de desplazados internos), el régimen cínico y asesino de Putin acaba de anunciar la muerte de su más constante, heroico y popular opositor político: Alekséi Navalny.
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(Paréntesis. Como ya sé que se me dirá, no sin razón, que en menos tiempo ha habido más muertos civiles en Gaza, casi 30 mil, de los cuales 20 mil son mujeres y niños, aclaro esto: estar contra la invasión rusa a Ucrania no me sitúa a favor de la masacre de civiles en Gaza. Sin duda “Bibi” Netanyahu, simpatizante de Putin –y viceversa–, ha cometido también crímenes de guerra abominables. Pero en el caso de Israel hubo al menos un motivo claro para la invasión de Gaza: el pogromo de Hamás contra miles de judíos indefensos. Ucrania, en cambio, jamás ejecutó acción armada alguna contra el territorio ruso).
Sigo. Como en los tiempos de Stalin, cuando los opositores eran confinados y condenados a morir de frío en los gulags siberianos, Navalny fue enviado a una prisión aún más fría, situada a 70 kilómetros al norte del círculo polar ártico. Es posible que, con el calentamiento global, Siberia ya no fuera suficientemente fría para Putin; el caso es que Navalny no pudo resistir a este invierno del hemisferio boreal. Totalmente aislado, pero siempre firme, no es justo decir que Navalny, este hombre de apenas 47 años, haya muerto por causas naturales.
Antes de matarlo de frío (supongamos que fue de frío), Putin ya había intentado varias veces liquidar a Navalny con veneno. En 2017, fue atacado con un líquido verde que casi lo deja ciego. En 2019, estando preso, se lo envenenó con un tóxico no identificado y tuvo que ser llevado al hospital después de una manifestación de miles de personas que protestaban por su estado de salud. En 2020, estando libre, casi consiguen matarlo al fin, esta vez con veneno untado en su ropa interior. Gracias a un cineasta de la ciudad de Omsk, Navalny fue trasladado en un vuelo privado a un hospital alemán, adonde llegó en coma, en agosto de ese año. Lo salvaron en un hospital de Berlín y las autoridades alemanas declararon que Navalny había sido envenenado, “inequívocamente, con una potente toxina de la familia Novichok”.
Navalny no se rindió y regresó a Rusia en enero de 2021. Sin ningún motivo, cada vez que había una fecha simbólica en la que Navalny pudiera participar en alguna protesta, la policía de Putin lo detenía sin causa por unos cuantos días. En marzo de 2022, al fin, le armaron un pleito ridículo por “desfalco” o algo parecido, y lo condenaron primero a nueve años de cárcel y luego, en 2023, a 19 años, por “extremismo”. El tal desfalco y el tal extremismo tenían un solo nombre: las denuncias por corrupción a Putin. La más célebre es su investigación sobre un palacio privado que Putin se construyó a orillas del Mar Negro. Pero quizá su culpa más grave consistía en oponerse a la invasión a Ucrania.
En tiempos de Stalin, los opositores políticos morían silenciosamente de frío y enfermedades en los gulags de Siberia. Toda una generación de poetas, intelectuales y opositores políticos rusos fue liquidada así. Hoy hay mucha más información y es más difícil que estos crímenes se puedan cometer en silencio y en completa impunidad. Nadie se traga las mentiras de que los opositores políticos mueran por causas naturales (veneno) o accidentales (caídas por la ventana), o por casuales explosiones de aviones en mitad del vuelo (Prigozhin, el líder neonazi del grupo Wagner, por mucho tiempo aliado de Putin). Navalny fue y será siempre un héroe de la justicia y de la libertad.