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Hay muchas leyendas sobre niños perdidos. Cuando un niño se pierde (y más si se pierden cuatro) es inevitable que se dispare la loca de la casa: la imaginación. Aunque la mente haga lo posible por mantener la lógica y la razón –eso que algunos desprecian como “mentalidad occidental”–, en la cabeza empiezan a multiplicarse locamente las hipótesis, a irrumpir los fantasmas de la fantasía.
Algunos hechos parecen claros. El piloto, un líder indígena y una madre con sus cuatro hijos despegan de Araracuara en un pequeño avión Cessna el pasado 1 de mayo. Poco antes de las 7:30 am el piloto reporta por radio una falla en el monomotor; luego, el avión desaparece y no hay más señales de él. Su última posición reportada es sobre el río Apaporis. Durante dos semanas no hay ni rastro de la avioneta accidentada. La buscan grupos indígenas de la región y personal del ejército.
El 16 de mayo, al fin, hay noticias de que el avión ha sido encontrado. Curiosamente, encontrar el Cessna no aclara lo sucedido, sino que lo enreda más. Lo primero que se discute es quiénes encontraron el avión accidentado. A la vanidad humana no le gusta la verdad. Las comunidades de la zona afirman que ellos encontraron la avioneta; el personal del ejército y de Aerocivil afirman que llegaron antes. Unos y otros quieren sacar pecho y ganarse la medalla del hallazgo. Las noticias que provienen de la selva son confusas. Primero dicen que solo encontraron al piloto muerto dentro de la aeronave. Horas después, que también están los cadáveres de los otros dos adultos indígenas.
De los cuatro niños (dos niñas de 13 y nueve años, y dos niños, uno de cuatro años y un bebé de 11 meses), al principio, las autoridades militares dicen que no han sido encontrados. Las autoridades civiles, en cambio (la directora del ICBF), y periodistas cercanos al Gobierno afirman el 17 y el 18 de mayo que los niños fueron rescatados con vida por las comunidades indígenas. El mismo presidente de la república les cree a sus fuentes directas y publica esto: “Después de arduas labores de búsqueda de nuestras Fuerzas Militares, hemos encontrado con vida a los 4 niños que habían desaparecido por el accidente aéreo en Guaviare. Una alegría para el país”. Obsérvese el plural mayestático, “hemos”. Horas después, cuando ya la buena noticia ha sido recogida por los medios del mundo entero (en general un presidente de la república se considera una fuente confiable), Petro borra el tuit. Días más tarde dice que él ni siquiera lo redactó. Esto debería ser noticia: a veces los trinos de la cuenta personal de Petro no los redacta él. ¿Nos puede informar quién lo hace?
Cuando los niños no aparecen por ninguna parte, se alborota más y más la loca de la casa. Tal vez los cuatro niños indígenas no abordaron el avión en Araracuara. Allá confirman que sí. Quizá los rescató y se los llevó (¿vivos o muertos?) el primer grupo indígena que encontró el aparato accidentado. El periodista Hollman Morris, nuevo director de la TV nacional, y por lo tanto (se supone) un periodista serio y responsable, aseguró que los niños estaban en manos de los indígenas de la zona, que el periodismo corrupto nacional no lo reconocía por “arrogancia occidental”, pero que allí “los abuelos efectuarían las curaciones propias” antes de trasladar a los niños “al casco urbano de Cachiporro”. Transcurridos otros ocho días, esto no ha ocurrido y la que al principio fue llamada “Operación Milagro”, ahora ha sido rebautizada como “Operación Esperanza”. En las autoridades “occidentales” se usa jerga religiosa cristiana; en las indígenas, la jerga de la “sabiduría ancestral”. El único ser vivo que parece buscar seriamente resulta ser “el canino Ulises”, un perro.
En las novelas colombianas a la gente se la traga la selva (La Vorágine) o sube en cuerpo y alma al cielo (Cien años de soledad). Soy de esos racionalistas anticuados que creen que eso ocurre en las novelas, pero no en la realidad.
