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No sabría escoger

Héctor Abad Faciolince

22 de julio de 2023 - 09:00 p. m.

Hay muchas cosas de la vida en las que tomar partido me parece del todo intrascendente. Hay gente que se acuchilla por defender al DIM o al Nacional o al Santafé. Sucede en todo el mundo, en Manchester y en Barcelona y en Múnich. Como si los humanos tuviéramos la necesidad de sentir pasiones partidistas muy fuertes, a veces las viejas guerras territoriales se trasladan al deporte. Mientras estos “fanáticos” (por algo se les dirá así, con una denominación acuñada para la religión o la política) vociferen y silben y muestren el puño sin dar puñetazos, me parece bien que la gente canalice como quiera sus instintos primitivos. Cuanto más simbólica e irreal sea la violencia, mejor. Muchos deportes cumplen ese papel de desahogo y es conveniente que existan válvulas de escape para el iracundo y salvaje que muchos llevamos dentro.

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Durante milenios, la humanidad se ha masacrado por motivos que, en principio, parecen más serios que el fútbol, pero que no dejan de tener un componente fantástico, ficticio, nacidos más en la mente y en la fantasía de los hombres que en la realidad tal cual es. Las guerras raciales y las guerras de religión (espero que los muy racistas y los muy religiosos me lo perdonen) creo que son casi tan intrascendentes como las guerras del fútbol. Ojo, no digo que los muertos que produce el fanatismo en el deporte sean intrascendentes, y mucho menos las masacres cometidas en nombre de una raza o de una religión. Lo que afirmo es que creer en razas superiores o inferiores (que los arios son más que los indios, que los negros valen más o menos que los amarillos, etc.), y estar convencidos de eso, es tan absurdo como atribuirle bondades o superioridades a un equipo de fútbol. Si un equipo u otro es superior o inferior esto se deberá a ciertas circunstancias económicas, históricas y de organización. Pero no existe ninguna esencia que haga que el Barça sea ontológicamente superior al Madrid o al Dínamo de Kiev.

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Uno podría discutir si los principios morales de los católicos son superiores a los budistas, o si el islam es éticamente superior al hinduismo o al animismo, o si los ortodoxos y los evangélicos son equivalentes o alguno tiene costumbres y creencias superiores al otro. Si uno vive en una sociedad donde rige la tolerancia religiosa, y en la que ninguna denominación puede imponer a la fuerza sus convicciones, a un escéptico como a mí me dan lo mismo los anglicanos que los politeístas griegos. Las disputas teológicas se me parecen a una discusión sobre si son más agradables las sirenas o los unicornios. Allá cada cual con sus fantasmas mentales. Por eso también me parece absurdo ser un ateo militante. Soy ateo, pero no milito. Me importa muy poco que la gente crea o no crea en la vida eterna y en el más allá. Siempre y cuando, repito, ninguna denominación esté en capacidad de imponer su creencia a los demás. Lo que considero inaceptable es convertir las catedrales en museos del ateísmo, como se hacía en la URSS, o imponer el Corán como el depositario de la única verdad.

Digo todo esto por el estupor que me produjo la afirmación del presidente Petro en Bruselas: “En realidad, yo no sabría decirles si es preferible apoyar a Estados Unidos o a Rusia. Me parece que es lo mismo”. A mí, que en general no tomo partido por cosas que me parecen intrascendentes, la posición del jefe del Estado me dolió y me pareció lamentable. Y no porque yo crea que, en la invasión a Ucrania, Estados Unidos tiene razón y Rusia no. No es por eso. Es porque en uno de los dos lados el disenso y la duda no están permitidos. En Rusia la única verdad es que Rusia tiene razón, y al que diga lo contrario lo persiguen, lo callan y lo encarcelan, cuando no lo envenenan. Y, en cambio, en Estados Unidos, y aquí mismo, cualquiera puede decir que Rusia tiene razón, y no le pasa nada. En casos así siempre estaré con la parte que permite la discusión y la libertad de pensamiento, palabra y opinión.

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