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Algún día de este enero hay un muchacho que, aunque ustedes no lo crean, va a cumplir setenta años. De algún modo, al escribir lo anterior, siento que estoy traicionándolo, porque él es como los cholos, “que no llevan la cuenta de los años”. A ese muchacho que sigue igual de joven lo conocí de lejos en 1978 cuando codirigía con poetas más añosos que él la revista Acuarimántima. Digo de lejos, porque yo, más inmaduro que él, y más tímido que José Manuel Arango, era incapaz de acercármeles.
Ese mismo año leí sus primeros poemas, y un año después su primer libro, La luna y la ducha fría. Yo aún no tenía 24 años, pero el primer poema de ese libro me avisaba que una frontera muy próxima se acercaba: “A los veinticuatro años ya han terminado tantas cosas/ nunca más podrás ser adolescente/ aunque montes en bicicleta y te gusten tremendamente las muchachas”. Releer hoy aquel poema que estalló en mis ojos hace 46 años resulta muy extraño porque el año pasado, al fin (después de que dos conocidos se mataran, uno cayendo a un abismo, otra aplastada por un camión), resolví no volver a montar en bicicleta. Un día uno deja de ser joven y, como explicaba ese poema profético, “lo que no hacemos es un esfuerzo por no hacerlo”. En ese mismo libro leí por primera vez la historia del niño que contaba películas a las putas, los emboladores, los negociantes, los borrachos…
Hará si mucho un mes que compré el último libro de este poeta del que vengo hablando, Órbita de cosas olvidadas. En el subtítulo anuncian que se trata de su poesía reunida, escrita entre 1978 y 2024. Como ya estamos en el 25, y menos mal, vendrán poemas nuevos. Además, revisando esta edición de Seix Barral (que les recomiendo mucho), veo que faltan algunos de las mejores poesías que él no cortaba en versos, sino que, por disimulo, disolvía en prosa. Algunos de estos están en otro libro suyo del año 86, El pulso del cartógrafo. En una de esas prosas declara lo siguiente: “El escritor y el poeta no son tal vez la misma cosa. Un poeta es dueño de textos fragmentados, y en los intersticios no ejerce oficio alguno. Su sueño es quizá ser la Escritura (…). Por ello está más cerca del silencio, o para decirlo en términos menos solemnes, de la ausencia de obra”.
En alguno de los libros interminables de Marcel Proust, alguna de sus máscaras asiste a una fiesta después de haber pasado años encerrado en su cuarto por el asma o más bien por algún voluntario exilio interior. Allí, entonces, en páginas muy intensas, Proust habla del amor y la ternura que generan (creo que es así, escribo esto con mi mala memoria) los amigos de juventud al volver a verlos después del tiempo perdido y antes de recobrarlo. ¿Dónde estuvimos metidos todos estos años, por qué nos alejamos, por qué parece que es tarde para hacerle un nudo al hilo roto de los días?
El muchacho del que hablo, que no cuenta los años ni tampoco le pasan, como a esos pocos afortunados que conservan la infancia en la mirada, es ante todo poeta, pero se extravió en el cine (exitosamente, porque fue capaz de hacer poemas con imágenes, con las horribles imágenes duras y descarnadas de nuestra realidad) e hizo algunas de las mejores películas rodadas en Colombia. En ellas miró con inmensa ternura y enorme compasión esta ciudad terrible donde nos tocó nacer y vivir, y en esas películas intentó resolver el enigma de si “¿son estas calles esta luz estos/ rojos ladrillos de muros que reciben/ manos menos rojas estas voces y gestos/ y estas mangas abiertas/ que uno mira al final de la calle/ donde animales pastan y late como un alma/ la luz del día nuestro agobiante/ paraíso o nuestro infierno?”. Creo que la respuesta está en que estas calles, voces, gestos, mangas, almas, no pueden ser infierno porque en ellas ha habitado y hablado este muchacho de setenta que no cuenta ni le pasan los años.
Supongo que habrá todavía algún despistado que no sepa su nombre, así que voy a decirlo: Víctor Gaviria.