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Paradojas de la democracia

Héctor Abad Faciolince

19 de agosto de 2023 - 09:06 p. m.

Durante un par de milenios la democracia parecía ser un experimento exótico de los antiguos griegos que dormía como una anécdota más en pocos párrafos de viejos pergaminos. Un invento bonito y más o menos inútil, como la clepsidra, que no valía la pena replicar. La Ilustración, las teorías de filósofos franceses e ingleses, las revoluciones francesa y americana, hicieron revivir y perfeccionar aquel exotismo de los antiguos. Durante un par de siglos lo que acabó por llamarse la democracia liberal de Occidente pareció triunfar en el mundo. Por sus mismos resultados en igualdad, bienestar y derechos humanos, la democracia liberal se impuso como el mejor sistema de gobierno, o, si quieren, como el menos malo, comparado con todos los demás.

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Fue así como la palabra democracia adquirió tanto prestigio. De hecho, todavía hoy la inmensa mayoría de los países del mundo se declaran “democráticos”. Corea del Norte se proclama República Democrática del Pueblo de Corea. Que una dictadura hereditaria, opresiva y brutal se declare democrática, lo dice todo. Pocos países en el mundo reconocen explícitamente que no son democracias. Entre ellos hay un ejemplo sumamente pacífico, el Estado Vaticano, que se define como una monarquía electiva absoluta. Otro ejemplo, mucho más represivo y ajeno a los más elementales derechos civiles es una poderosa nación que lleva incluso el nombre de la familia de sus dueños: Arabia Saudita, la gran hacienda absolutista de la familia Saúd.

Entre los cientos de países que se declaran democráticos, en todo caso, y que son la inmensa mayoría del mundo, podría decirse que cada uno define y practica a su manera lo que considera democracia. Cuando se habla de la crisis o de la decadencia de la democracia, o del peligro que corren las ideas democráticas, en realidad de lo que estamos hablando es del desencanto de mucha gente con lo que se ha llamado la democracia liberal. Esta no excluye, por supuesto, la supervivencia, para uso de nostálgicos y revistas del corazón, de reyes simbólicos y obligados a defender los valores republicanos, como pueden ser esos vestigios del pasado en muchos países europeos o en el Japón. España, Gran Bretaña o Suecia conservan de reinados solo la palabra. Sus monarcas sin mando, si mucho, son figuras simbólicas y decorativas, más o menos amables, más o menos risibles.

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Muchos países del mundo, incluido el nuestro, han aspirado durante siglos a convertirse en una verdadera democracia liberal que garantice los derechos fundamentales de la gran mayoría de la población. Como a todos estos derechos no tienen acceso amplios sectores de la gente más pobre, muchos sostienen que vivimos en una democracia inoperante, o incluso falsa, inefectiva, insuficiente, formal, pero no sustancial.

Sin embargo, si la democracia es, como decía Kelsen, simplemente una serie de procedimientos, un sistema de gobierno con pesos y contrapesos, con controles, con división de poderes, con igualdad ante la ley de gobernantes y gobernados, ciertos logros institucionales, o puramente formales, todo esto que parece parafernalia, pero que es garantía de derechos básicos, no se puede despreciar. En países que empiezan a despreciar los valores democráticos, estos se extrañan y añoran desesperadamente cuando se los pierde. Cuando ya no podemos pensar, actuar u opinar libremente. Cuando se declaran ilegales los partidos políticos uno tras otro. Cuando los líderes que disienten con la minoría o mayoría gobernante van a dar a la cárcel, al exilio, al cementerio o a las fosas comunes.

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La democracia, incluso la nuestra, es como un cuerpo achacoso que vive sometiéndose a pequeños o grandes tratamientos para mejorar. Es un sistema en el que ideas de izquierda o de derecha pueden alternarse y gobernar. Perder esto, por tentaciones absolutistas o dictatoriales, sería gravísimo. La muy imperfecta democracia, si se acaba, la vamos a extrañar.

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